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MAS ALLÁ DE LAS PALABRAS

UNA ÉPOCA INOLVIDABLE

Por: Jacobo Zarzar Gidi

La adolescencia es tal vez una de las etapas más importantes y hermosas de la vida. Todos los que hemos pasado por ella la recordamos con nostalgia pues durante años hemos conservado en nuestro corazón gratos sucesos que acontecieron en ese tiempo. Meses atrás, y casi sin darnos cuenta habíamos dejado para siempre la niñez, y de pronto sentimos que algo estaba pasando en nuestro interior que no podíamos explicar. Comenzamos a decir palabras bonitas sin saber para quienes eran, a rimar frases y a escribir poesías. Por las tardes acercamos el oído a la radio para escuchar canciones románticas, y aprendimos de memoria alguna de sus letras. Recuerdo que una pequeña sonrisa brotó de mis labios al darme cuenta que por primera vez me sentía atraído por el sexo opuesto. Aprender a bailar no fue fácil, porque la música de moda cambiaba de ritmo con mucha frecuencia, pero aún así, cuando había tardeadas los domingos procuraba no quedarme sentado. A partir del arribo de la adolescencia, me di cuenta que ya nada sería igual. Años atrás no queríamos que se nos acercaran las niñas, ni que se enteraran de nuestra plática por considerarla exclusiva de los niños, pero después, de la noche a la mañana empezamos no solo a aceptarlas, sino a buscarlas porque ya las vimos jovencitas, y sin saber por qué, nos agradó su presencia.

Se hizo costumbre el vernos al espejo con frecuencia -antes casi ni nos conocíamos a nosotros mismos, y a peinarnos diferente, aprendimos de memoria la marca de algunas lociones y aromas para caballero, nos dejamos crecer la patilla y de vez en cuando el bigote, nos compramos unos lentes oscuros que estaban en oferta, y nos fajamos la camisa para no dar la impresión de estar desarreglados. Admiramos en el cine a los llamados “Rebeldes sin causa”, a pesar de que nunca supimos por qué estaban inconformes, y tratamos de imitarlos, pero nos estremecimos al enterarnos que muchos de ellos fueron falleciendo por consumo de drogas o accidentes de motocicleta. Algunas veces parecíamos potros salvajes, le dábamos la contra a todos y a todo, pero aún así no quisimos ser la generación perdida.

Algunos de mis compañeros necesitaron dos ángeles de la guarda para pasar con vida la adolescencia después de hacer tantas travesuras. Se cayeron de los árboles y se quebraron varios huesos, chocaron al manejar a escondidas el auto de sus padres, y se subieron en una avioneta fumigadora para presumir su temeridad rayando en la imprudencia con la finalidad de que sus amigos los vieran desde el suelo en los patios del Instituto.

En esos años, varios condiscípulos míos me pidieron que escribiera cartas de amor y dizque poesías para sus novias, con la severa advertencia de no olvidar poner el nombre de cada uno de ellos como remitentes. Las redacté, a pesar de que nunca supe para quienes eran. Todo ello en ratos libres mientras estudiábamos las materias propias de la Preparatoria.

En esos años, yo sentí la llegada de la adolescencia como cuando aparece la primavera. Todo era muy bonito, el campo comenzaba a ponerse de un verde intenso y no le teníamos temor a nada ni a nadie. Nos sentíamos muy valientes, podíamos subirnos y bajarnos de un brinco al tranvía o a un camión en marcha, y si alguna joven nos veía, era mucho mejor. Nos sentíamos galanes, y queríamos conquistar el mundo -pero jamás se nos ocurrió cómo hacerlo.

En los recreos, varias veces miré pelearse a puñetazos a dos alumnos… y admiré su fuerza, pero nunca me agradó contemplar esas escenas de brutalidad entre compañeros. Llegando a casa me miré al espejo, y con tristeza me di cuenta que sus músculos eran muy diferentes a los míos, y que de ser necesario yo jamás podría defenderme de la misma manera.

Algunos fumaban a escondidas, se ocultaban entre los viejos pinabetes o caminaban despistados más allá de los sembradíos de alfalfa para que nadie los viera, pero a mí nunca me gustó el sabor ni el olor de los cigarros. Después de todos esos años que han transcurrido -ahora que tenemos conocimiento de tantas enfermedades, pienso que así estuvo mejor. Los consejos de nuestros padres siempre fueron valiosos para no salirnos del camino que ellos nos habían trazado.

Lo que siempre me sorprendió fue la inteligencia de algunos de mis compañeros que a la primera entendían bien las clases; a mí me costaba más trabajo comprenderlas. Lo que también admiré fue la facilidad de dos o tres para describir la última película que estaba en cartelera. Yo no se cómo le hacían, pero en los recreos se formaba siempre una bolita alrededor de ellos para escuchar de primera mano lo más emocionante de la cinta. Se sabían de memoria la trama, el nombre de los artistas, la música, y hasta los diálogos en dos idiomas.

¡Y qué acertados eran otros para poner apodos! Como si fueran caricaturistas natos descubrían de inmediato la falla, el defecto, las costumbres o los hábitos de cada quien para nombrarlo con un ingenioso seudónimo. En esos años, cuando todo parecía estar bien, cuando la sola preocupación era obtener buenas calificaciones, obedecer a nuestros padres y jugar con los amigos, nos dimos cuenta que el fantasma de la muerte existía. Cuando nos avisaron que había fallecido el papá de uno de nuestros compañeros de clase acudimos todos en grupo a velarlo en su propia casa porque esa era la costumbre. Yo nunca había visto un ataúd y mucho menos un cadáver, eso me impresionó bastante. Después fue otro sepelio y otros más, llegando a la triste conclusión de que finalmente todos nos vamos a morir.

Con esos sucesos inesperados pero a la vez dramáticos, empecé a madurar como todo joven de la misma edad, y ya no me volví a subir a los tranvías en movimiento. Por primera vez me preocupó el futuro, me angustié por lo que pudiera pasar, me di cuenta que por estar en este mundo vivimos en un constante riesgo de sufrir un accidente, de padecer alguna enfermedad, o simplemente que a nuestro corazón se le antoje detenerse. Sin embargo, comprendí que gracias a que gozamos del precioso don de la vida, somos poseedores de una misión, de un compromiso y de una responsabilidad que transforma la existencia en una aventura por demás interesante. De esa manera, el camino se volvió menos escabroso transformándose en un trayecto dulcemente prometedor al saber que podíamos gozar algún día de la vida eterna.

Para no claudicar, tomamos fuerzas de donde fuera surgiendo como refuerzos inesperados, intensos deseos de superación que antes no teníamos. Valoramos y dimos gran importancia a la presencia y al ejemplo de nuestros maestros Lasallistas después de comprender que ellos únicamente deseaban lo mejor para nosotros. Fueron sus enseñanzas cada vez más novedosas, diversas y profundas las que despertaron en nosotros los alumnos grandes ansias de saber. Y fueron sus palabras llenas de espiritualidad las que sembraron el amor a Dios en todo el alumnado, dándole a la vida un verdadero sentido por medio de la oración y los sacramentos.

Sin darnos cuenta estábamos entrando en una etapa nueva y diferente, esa que los poetas llaman: “Juventud divino tesoro”.

jacobozarzar@yahoo.com

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