El artista de cine Gregory Peck representó en casi todos los personajes de sus películas el ideal de vida de muchos norteamericanos. Nació en San Diego, California, el 5 abril de 1916 y desde muy pequeño sufrió el divorcio de sus padres que lo llevó a vivir con su abuela en la ciudad de La Jolla. Posteriormente ingresó a una academia militar porque en esa época se consideraba acertadamente que era muy importante la disciplina personal para la formación integral de la persona. Al término de las clases, participaba con entusiasmo en diferentes obras de teatro, y de esa manera se fue adentrando en la actuación que lo llevaría a filmar un gran número de películas que lo hicieron famoso mundialmente. Entre muchas otras, recordamos: “Arabesque”, “Las nieves de Kilimanjaro”, “Matar un ruiseñor”, “Las llaves del Reino”, “Moby Dick”, “Los cañones de Navarone” y “Gringo viejo”. Varios sacerdotes católicos reafirmaron su vocación cuando vieron la película “Las llaves del Reino”, basada en la interesante novela escrita por Archibaldo José Cronín, en la cual hizo el papel del padre Francisco, y fueron muchos los jóvenes que estudiaron la carrera de leyes al ver en el cine a Gregory Peck representar el papel de Atticus en la película titulada “Matar un ruiseñor” con la cual obtuvo un merecido Oscar como mejor actor en el año 1962.
Al cumplir 85 años de edad, cuando sus admiradores le preguntaron: “¿Cómo le gustaría que la gente lo recordara?” Él respondió: “Me gustaría que me recordaran como un buen padre de familia y un buen abuelo; y desde el punto de vista profesional, que mis películas pasaran la prueba del tiempo”. Antes de morir, el 12 de junio de 2003, con más de 50 años de exitoso trabajo cinematográfico, Gregory Peck demostró ser un hombre poseedor de grandes cualidades que reflejó en sus personajes: trabajador, noble, honrado, creyente, caballeroso, educado, excelente padre de familia y buen esposo.
Cuando le preguntaron ¿Cuál había sido el momento más difícil de su vida? Él respondió que fue cuando se enteró que uno de sus hijos de 32 años de edad se había suicidado. Confiesa que estuvo deprimido durante varios meses hundido en el más profundo dolor, pero finalmente salió de ese terrible estado de ánimo cuando reflexionó que no era justo para su familia permanecer así.
El amor y la atención que dio a cada uno de sus hijos, a su mujer y a sus nietos, hablan muy bien de su gran calidad humana. Fue un buen ejemplo a seguir, a pesar de las tribulaciones de la vida. Cuando aparecía en público, siempre se le vio sereno y contento; era poseedor de una memoria privilegiada que le permitía recordar el nombre de los personajes que llevó en cada película y de los actores que le acompañaron, así como las interesantes anécdotas que se presentaron en cada filmación.
Los buenos padres de familia desean siempre lo mejor para sus hijos. Son capaces de llevar a cabo los mayores sacrificios para su bien humano, y su bien sobrenatural. Se sacrifican para que crezcan llenos de salud -tanto física como espiritualmente, para que mejoren en sus estudios, para que tengan buenos amigos, para que no sean arrastrados por los vicios, y para que lleven una vida honrada y cristiana.
En el Evangelio encontramos muchas peticiones a favor de los hijos: una mujer que sigue con perseverancia a Jesús hasta que cura a su hija, un padre que le pide que expulse al demonio que atormenta a su hijo, el jefe de la sinagoga de Cafarnaún, Jairo, que espera impaciente al Señor porque su única hija de doce años está a punto de morir.
Muchos padres de familia a lo largo de los siglos han pedido a Dios, bienes y favores, que jamás se hubiesen atrevido a solicitar para ellos mismos, y casi siempre el Señor se los ha concedido porque las peticiones fueron hechas con el corazón en la mano y el rostro bañado en lágrimas. Varias veces hemos observado a diferentes padres de familia llorar y rezar en la Iglesia frente a las cenizas de sus propios hijos que han fallecido por alguna grave enfermedad o por accidentes automovilísticos. Al verlos, nos compadecemos de su dolor y lo sentimos en carne propia como si fueran nuestros hijos. En esos momentos preguntamos al cielo ¿por qué suceden esas cosas tan terribles? Y al no encontrar respuesta, recapacitamos y bajamos la vista en señal de aceptación.
Muchos padres de familia, que en años anteriores sufrieron el problema del alcoholismo, ahora se esfuerzan en dar buen ejemplo a sus hijos para que no sigan el mismo camino que estuvo a punto de destruir el hogar que con tanto sacrificio formaron. Nunca es demasiado tarde para corregir errores, de nuestra decisión depende el bienestar de los nuestros. El amor de todo padre o madre de familia se mide por las oraciones que diariamente elevan al cielo en busca de su protección. Frente a la violencia, al sentirnos desprotegidos, acudamos al Señor pidiéndole misericordia.
Si el hombre, con todos sus errores y defectos, es capaz de amar con intensidad a sus hijos, ¿cómo nos amará Dios Nuestro Señor que permanece al pendiente de nosotros y nos lleva en el pensamiento desde el principio de la creación? La ternura de Dios por los hombres es muy superior a cualquier idea que podamos tener en nuestra pobre y limitada mente. Nos ha hecho hijos suyos, con una filiación real y verdadera. Tiene para nosotros la abnegación y la ternura de un padre, y Él mismo se compara con una madre que no puede olvidarse jamás de su hijo. Ese hijo tan querido es todo hombre y toda mujer que ha existido, existe y existirá sobre la tierra.
Para salvarnos, cuando estábamos perdidos a causa del pecado, envió a su Hijo para que, dando su vida, nos redimiera del estado en que habíamos caído. ¡Misterio de misterios que no podemos comprender! Ese mismo amor le mueve a dársenos por entero de un modo habitual, morando en el alma en gracia, y a comunicarse con nosotros en lo más íntimo del corazón. Ante tanto amor, resulta particularmente trágica la indiferencia por las cosas de Dios que existe en el mundo, y sobre todo, el afán con que se fomenta un clima general para situar al hombre como centro de todo.
La exclusión de Dios no se resuelve jamás con un mayor amor a nada ni a nadie. El Señor nos ama con amor personal e individual a cada uno en particular, y nos ha llenado de bienes que son de un valor incalculable. Como buen Padre que es, jamás ha cesado de amarnos, de ayudarnos y de protegernos.
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