Hace cinco años, llegó hasta el sitio donde trabajo, una señora, que en otras ocasiones me había visitado para comentarme las diferencias que tiene con la mayoría de los miembros de su familia. Se desesperaba con la forma de ser de algunas de sus hermanas y de sus sobrinos, porque hacen cosas que a ella le molestan. En las dos o tres veces que la escuché hablar, observé un gran nerviosismo en su persona y una tensión nerviosa muy fuerte que no podía controlar. En esa visita a la cual me refiero, la acompañó una de sus hermanas que es religiosa de clausura en la ciudad de Durango.
Al verlas juntas, observé un contraste muy grande entre las dos. La señora que vive en el mundo y que está inmersa en los problemas de la vida diaria, se veía nerviosa y alterada al comentar varias cosas que le molestaban de su familia; en cambio, la religiosa, se veía tranquila, transpiraba amor y alegría. Sus palabras eran un remanso de paz, de dulzura, de comprensión y esperanza.
Cuando hablaba la señora, me alteraba, cuando escuchaba a la religiosa, me tranquilizaba. Sin embargo, la hermana consagrada a Dios me confesó, que cada vez que regresa al convento, en las pocas ocasiones cuando sale de él, les dice a sus compañeras: “Si vieran hermanas ¡qué complicado está el mundo! Nosotras estamos aquí en la clausura muy tranquilas y protegidas, tenemos lo suficiente para comer y para vestirnos, los patronatos encargados del convento se ocupan de abastecernos en todo lo que necesitamos, en cambio las personas que se encuentran en el mundo, están saturadas de problemas, tienen que luchar diariamente para ganarse el pan con el sudor de su frente, y para conseguirlo, tienen que entrar de lleno a la jungla de la vida. Tienen que pagar la renta de su casa, la luz, la colegiatura de sus hijos, los alimentos, el vestido, las deudas que han contraído y todo lo demás que se acumule”.
Es cierto lo que dijo la hermana religiosa, los que vivimos en el mundo y salimos diariamente a la calle para trabajar, no la tenemos fácil, sin embargo, las benditas oraciones de esas monjas que viven en clausura, son indispensables para que este planeta llamado Tierra, se siga sosteniendo a pesar de las amenazas del maligno.
En la actualidad, la vida se encuentra tan complicada, que todas las familias son un recipiente de problemas que difícilmente se pueden solucionar. Si pudiéramos hacer una radiografía a los integrantes de cada familia, nos encontraríamos que la felicidad y la paz espiritual se hallan muy lejanas y que todos llevamos una cruz muy pesada sobre nuestra espalda.
Lo que empeora la situación son los errores que cometemos diariamente con nuestro modo de ser: padres dominantes que siguen presionando y manipulando a sus hijos a pesar de que éstos ya están casados y forman su propia familia; madres que ayudan más a una de sus hijas por ser la menor, descuidando a las demás; maridos que pierden la fuerza que da “el bastón de mando” por comodidad, por cobardía, por flojera o por haber tenido algún vicio en su juventud que los dejó fuera de la jugada; suegras que intentan dirigir la vida de los yernos hasta fastidiarlos; y abuelas que intervienen constantemente en el comportamiento de sus nietos, impidiéndoles un desarrollo normal. En la familia, por lo tanto, se hace cada vez más necesario darnos cuenta de nuestros errores, intentar corregirlos, y practicar el amor, la tolerancia y el perdón.
La verdad es que son pocas las familias que cuando crecen los hijos y se casan, se siguen llevando bien. Casi siempre se van distanciando por un motivo u otro. “Se descubren” defectos que antes no veían, se acumulan rencores que no pueden olvidar, y no pierden una sola oportunidad para hablar mal de alguno de ellos. ¡Benditas sean las madres que han hecho todo lo posible para sostener unida a su familia! ¡Benditas sean aquéllas que pararon en seco una crítica de un hermano contra su propio hermano! Es importante que no nos distancien los defectos que tenemos y los de aquéllos con quienes convivimos. Debemos aprender a vivir con todos, por encima de sus ideas y de su modo de ser que ahora nos parece extraño.
Debemos ser humildes, reconocer que nosotros también tenemos infinidad de fallas y que nuestro proceder está saturado de errores. Es por eso que debemos intentar transformarnos diariamente, y ayudar a cambiar para bien a los que nos rodean si pensamos que se encuentran en el error. No podemos vivir con el alma llena de rencores. Cristo no quiere nuestros defectos, pero nos quiere a nosotros. La sencillez nos hermana con nuestros semejantes y más aún con nuestros familiares, en cambio la soberbia nos aleja de todos ellos.
Cuando recuerdo a esa señora que me visitó en el sitio donde trabajo, compruebo cada vez más que las mortificaciones deben de impulsarnos a superar un estado de ánimo poco optimista y depresivo que necesariamente influye en los demás, a sonreír a pesar de tener dificultades, a evitar todo aquello -aún pequeño- que puede molestar a quienes tenemos más cerca, a disculpar, a perdonar, a ser agradecidos con Dios y con la vida.
El Señor quiere que sepamos encontrarle en todo aquello que Él permite, aunque de alguna manera contraríe nuestros gustos y planes. Cuando aparezcan las contrariedades en la vida familiar, son ocasiones propicias para decirle al Señor que le amamos y que aceptamos las dificultades con amor. Y si alguien nos ofende, perdonemos de corazón, con total olvido de la injuria recibida. Recordemos que las almas que han estado muy cerca de Cristo ni siquiera han tenido necesidad de perdonar porque, por grandes que hayan sido las injurias y las calumnias..., no se sintieron personalmente ofendidas. Hay personas que no se merecen que se les perdone, porque el daño que han hecho es demasiado grande, pero Cristo sí merece que lo hagamos. El señor moverá nuestro corazón lastimado, hasta encontrar fuerzas suficientes para perdonar.
Jesucristo nos ha dicho: “En el mundo tendréis grandes tribulaciones; pero tened confianza, Yo he vencido al mundo”. En ese caminar que consiste la vida vamos a sufrir pruebas diversas, en las cuales el alma debe salir fortalecida con la ayuda de la gracia. La paciencia es necesaria para perseverar y para estar alegres por encima de cualquier circunstancia; esto será posible porque tenemos la mirada puesta en Cristo, que nos alienta a seguir adelante, sin fijarnos demasiado en lo que querría quitarnos la paz: enfermedades, pobreza, infortunios, injusticias, desamor e indiferencia de los nuestros. El Señor quiere que tengamos la calma del sembrador que arroja la semilla sobre el terreno y espera el momento oportuno, sin desánimos, con la confianza puesta en lo que se está haciendo.
Algún día, el Señor nos dirá: ¿Qué hiciste con lo que te di? En esos momentos habremos de recorrer nuestra vida pasada como si fuera una película, en la cual aparecerán los actores de la misma: Tal vez un marido, que no supo retomar como hombre el control de su hogar porque siempre tuvo una excusa para no hacerlo; una esposa, que quiso dominar a todos y no tuvo la paciencia necesaria para tolerar las diferencias que había entre los miembros de su propia familia; una hija, que no supo hacerle frente a la vida y le faltó valor, disciplina y coraje para salir adelante sin tener que depender de los demás; y un abuelo, que por egoísmo, “no le alcanzó” el tiempo para disfrutar la dulce compañía de sus nietos.
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