El 19 de abril del 2007, después de recorrer durante tres días la ciudad de Santiago de Chile, contemplando a lo lejos la maravillosa cordillera de los Andes, tomamos un taxi y a toda prisa nos dirigimos a los suburbios para visitar el hermoso Santuario del Padre Hurtado. Años atrás había leído la apasionante historia de este santo sacerdote Jesuita, y tenía muchos deseos de vivir la experiencia única y tal vez irrepetible, de permanecer aunque sólo fuera una tarde en el sitio mismo donde realizó su apostolado. En el trayecto fui recordando algunos de los sucesos más importantes de su vida.
El 22 de enero de 1901, nace en Viña del Mar, Alberto Hurtado Cruchaga. Cerca de un siglo después fue oficialmente declarado santo. En su temprana infancia, Alberto sufre una dolorosa pérdida: al cumplir los cuatro años, muere su padre Alberto Hurtado Larraín. Un día al amanecer, el campero llegó a la casa de la hacienda con mucho apuro y gran sigilo: -Andan forasteros en el potrero del fundo, patrón- le dijo a don Alberto. Éste llamó a su mozo, hizo ensillar su caballo, montó y partió al galope al interior del fundo para evitar que los abigeos le robasen su ganado. Almedio día volvió muy fatigado, desmontó y avanzó vacilante hacia el dormitorio. Pidió un vaso de agua. Al llevárselo, doña Anita -su esposa- lo encontró muerto.
La joven viuda quedó con dos hijos y en mala situación económica. La hacienda “Los Perales de Tapihue” estaba cargada de deudas de corto plazo. Presionada por los acreedores, debió ponerla en remate, pero no se presentaban interesados. Sólo en el último momento llegó un mal hombre, un comprador que pagó el mínimo fijado -abusando de la pobreza y necesidad de la viuda. Doña Anita debió abandonar de inmediato la hacienda y empezó a recibir una pequeña cantidad de intereses que en ningún caso le podría dar una renta suficiente para los gastos de la familia. Así, debió partir con sus dos hijos a la casa de su hermano Jorge. Jamás pensó en volver a casarse, se consagró, en cambio, a la educación de sus hijos y a las obras de caridad.
Doña Anita no tuvo dudas en la elección del colegio para su hijo Alberto: lo matriculó en el San Ignacio cuando tenía ocho años de edad. Considerando su situación económica, los padres jesuitas le dieron una beca. En 1913, cuando los niños estaban ya más grandes, doña Anita se encontró con más tiempo libre y decidió llevar a la práctica aquello que gustaba repetir a sus hijos: “es bueno tener las manos juntas para rezar, pero es mejor abrirlas para dar”. Comenzó entonces a ayudar en un patronato que los Padres Franciscanos tenían en la calle Carmen. A los catorce años, Alberto ejercía sobre sus compañeros un ascendiente notable, no por su superioridad intelectual, sino por una superioridad moral, alimentada por una íntima y profunda piedad.
Los Hurtado Cruchaga pasaban sus vacaciones en el campo de sus Tíos, en el fundo “El Peñón” de Pirque o en Rosario. Las primas de Alberto cuentan que entre los alegres paseos a caballo, Alberto desaparecía. Lo descubrían en rincones solitarios, hincado, rezando el Santo Rosario. A los quince años, Alberto ya había tomado su decisión: sería jesuita. Su vocación sacerdotal se le planteó mediante lo que se llama “una moción interior”, un movimiento fervoroso del alma hacia la entrega a Dios, y no a través de un frío planteamiento racional.
El padre Vives -su director espiritual- lo ponía en guardia prudentemente: “Le queda mucho camino -le decíamaterial y moral que recorrer antes de arribar al puerto del paraíso de la Compañía. Forme su carácter en la constancia de los propósitos, aunque sea de cosas pequeñas; la vida religiosa es vida de sacrificio y sólo la gracia de Dios y una firme voluntad de sacrificarse pueden sacarlo triunfante en las dificultades”. Alberto comenzó a llevar una vida más ymás piadosa, de comunión frecuente, de oración y de meditación en cuanto sus estudios se lo permitían.
Y a la vez continuó en su ascética jesuita de dar a la formación de la voluntad una importancia fundamental: cumplir los deberes de cada día rigurosamente, exámenes de conciencia diarios, adopción de propósitos y resoluciones en orden a corregir defectos de la vida espiritual. Así esperaba Alberto a los 17 años de edad su admisión en el Noviciado al obtener su bachillerato en humanidades. Pero su vocación debería seguir esperando. Debido a la difícil situación económica de su madre, Alberto decidió entrar a estudiar Derecho a la Universidad Católica de Chile, y por las tardes buscó un trabajo empleándose como secretario de una empresa periodística que mantenía varios diarios en el sur de la nación.
El Padre Vives motivó a Alberto Hurtado para que se interesase en la acción social, preparándolo para ser un buen jesuita, aunque aún estuviese lejano el tiempo de serlo. Tal como lo concibió San Ignacio de Loyola y lo han entendido siempre sus seguidores, la Compañía de Jesús nació para militar por Cristo Rey en aquellos terrenos donde su dominio estuviera amenazado.
En el segundo año de Derecho, los muchachos sabían que Alberto quería hacerse jesuita y por lo tanto les llamaba la atención que pusiera tanto empeño en sus estudios, como si realmente fuera a ejercer la profesión. Con el ánimo de ir adelantando camino hacia el sacerdocio, Alberto resolvió estudiar latín con el Padre Villalón en el colegio de San Ignacio. Todos sus compañeros de clases empezaron a experimentar la influencia positiva de Alberto, incluso uno de ellos que se había movido en un mundo frívolo, fue atraído por el estilo de vida austero y apostólico que desarrollaba el grupo de universitarios, hasta llegar a convertirse en uno de sus más fervorosos miembros. Dos de este grupo llegaron a ser obispos. Cuando Alberto entró con sus compañeros al Servicio Militar -que podrían hacer en sólo tres meses, llenos de fervor patriótico dejaron sus estudios temporalmente y entraron al regimiento Yungay. Uno de sus jefes militares recordó a Alberto como “uno de esos tipos que levantan la moral de la gente”. El uniforme jamás hizo desaparecer al hombre religioso que había dentro. Un día, cuando sonó un disparo accidental en el amplio salón del regimiento, porque a un sargento se le había escapado una bala, que hirió a otro aspirante, Alberto le gritó a un amigo: “¡Corramos a buscar un confesor!” Así, corrieron hasta que encontraron a un sacerdote dominico, a quien llevaron trotando de vuelta al cuartel.
El herido, apenas rasguñado, no aprovechó al confesor. Los estudios, la asistencia social y sus prácticas piadosas no dejaban, evidentemente, mucho tiempo para distracciones. Sin embargo, Alberto se impuso a sí mismo como medida ascética (doctrina que prescribe una vida austera, la renuncia a todas las cosas terrenas, a los placeres de los sentidos y la resistencia al dolor físico) no asistir a fiestas, paseos ni espectáculos. Desde 1916 no había vuelto al cine y, lo más difícil, tampoco asistía a la ópera, que le encantaba.
Era por aquella época un joven más bien alto, de ojos penetrantes con una mirada infantil; se veía desbordante de vitalidad, anheloso de servir, modesto y sacrificado, pero alegre siempre, de contagiosa jovialidad. En los estudios de leyes obtenía las mejores calificaciones y dos veces al año, junto con los miembros de su grupo, hacía retiros espirituales. (CONTINUARÁ EL PRÓXIMO DOMINGO). jacobozarzar@yahoo.com