ALBERTO HURTADO CRUCHAGA
(Última parte)
Desde su regreso a Chile, convertido ya en sacerdote, Alberto Hurtado estuvo dando retiros a jóvenes, empleados, obreros, oficinistas, hombres y mujeres. Las señoras ya le habían demostrado su capacidad de cooperación cuando lo ayudaron a pedir limosna para la construcción del Noviciado de Marruecos. Y fue justamente en un retiro para mujeres donde se produjo un acontecimiento que marcó un viraje de ciento ochenta grados en la vida del Padre Hurtado. Después de leer un pasaje del Evangelio explicando la doctrina del Cuerpo Místico, de improviso cambió la expresión de su semblante, se quedó en silencio un instante y luego dijo: “Tengo algo que decirles. ¿Cómo podremos seguir así? Anoche, cuando llegaba a casa (San Ignacio), me atajó un hombre en mangas de camisa a pesar de estar lloviendo. Lo vi demacrado, tiritando de fiebre. Ahí mismo, a la luz del farol, observé cómo estaban sus amígdalas inflamadas. No tenía dónde dormir y me pidió que le diera lo necesario para pagarse una cama en una hospedería. ¡Hay centenares de hombres así en Santiago y son nuestros hermanos, realmente hermanos, sin metáfora! Cada uno de esos hombres es Cristo. ¿Y qué hacemos por ellos? ¿Qué hace la Iglesia Católica por esos hijos de la calle, que duermen en los huecos de las puertas y suelen amanecer helados? ¡Y eso pasa en un país cristiano! Esta misma noche un mendigo puede morir en la puerta de la casa de cualquiera de ustedes”.
A la salida del retiro, las señoras se reunieron para comentar lo sucedido. Impresionadas todavía, entre todas juntaron las primeras limosnas para que el Padre Hurtado iniciara cuanto antes algún tipo de obra para los indigentes: dinero en efectivo, cheques, joyas y hasta un terreno. Gracias a eso, el 21 de diciembre de 1944, Monseñor Caro bendecía la primera piedra del Hogar de Cristo. Para obtener recursos suficientes, el Padre Hurtado habló varias veces en Radio Cooperativa de Chile. Les decía: “Tanto dolor que remediar. Cristo vaga por nuestras calles en la persona de tantos pobres dolientes, enfermos desalojados de sus míseros conventillos. ¡Cristo no tiene hogar!, y con palabras angustiadas preguntaba: ¿No queremos dárselo nosotros, los que tenemos la dicha de tener hogar, comida abundante y educación asegurada para los hijos?”.
La respuesta fue amplia y generosa. La Obra del Hogar de Cristo, por su finalidad profundamente humana, conquistó los corazones de la opinión pública chilena.
Centenares de personas de todos los niveles se comprometieron. El Padre Alberto les dijo: “Quiere el Hogar de Cristo repetir con los pobres de ahora el gesto del buen samaritano, que viendo herido al pobre, sin mirar más que su dolor, lo curó, lo cargó sobre su cabalgadura y lo tomó a su cargo. ¿Acaso no dijo el Maestro:
haz tú lo mismo?” En ese tiempo había más de cinco mil niños vagos caminando sin rumbo por las calles de Santiago de Chile, y era urgente salvarlos de la miseria y del vicio. Todos los veían. Pero fue el Padre Hurtado el que primero los miró con ojos cristianos. Comenzó a salir en las noches, en una camioneta verde, a buscarlos al río Mapocho, a las “estufas” de la Alameda y por debajo de los puentes. Les ofreció una cama limpia y una comida caliente, pero lo mejor era el cariño del Padre que siempre quiso lo mejor para ellos. Capellanes modelaban las almas, y profesores enseñaban la instrucción primaria para después capacitarlos en algún oficio.
-“Por favor, Padre, le dijo al capellán que se hizo cargo del Hogar de Cristo, que tengan siempre cuidado con la ropa que se les da. Aunque sea ropa regalada, no hay que ponérselas si les queda demasiado grande o demasiado chica. Se sentirían humillados. Y no permita en ningún caso que los exhiban como niñitos pobres que se han regenerado. Que se les trate siempre como a niños normales. Los pobres tienen una gran dignidad”.
El tiempo le parecía al Padre cada día más precioso. Tenía el presentimiento obstinado de que no viviría mucho más. Cierto día, los miembros del Consejo de Administración se negaron a iniciar una nueva obra, para la cual se necesitaba un millón de pesos. Él quería hacerla de todas maneras, pero prefirió no pasar por sobre las decisiones del Consejo. Estaban en medio de la discusión, cuando le avisaron que una señora necesitaba urgentemente hablar con él en la portería del colegio. Era una señora de edad, de apariencia modesta.
“Hemos decidido mi marido y yo -le dijo al Padre- dejar un legado para el Hogar de Cristo; pero después hemos pensado que sería mejor una donación en vida. Por eso me permito entregarle este sobre que contiene un cheque…”. El Padre le agradeció al buen matrimonio y acompañó a la señora hasta la puerta del colegio. Se echó involuntariamente el sobre al bolsillo. Será, pensó, la gotita de todos los días, gracias a la cual vivía en gran parte el Hogar de Cristo. Pero antes de entrar a la sala donde estaba reunido el Consejo, abrió el sobre: -¡Aquí tienen, hombres de poca fe!- y arrojó sobre la mesa un cheque, exactamente por un millón de pesos.
A mediados de 1951, comenzó a sentirse mal, pero se resistía a recurrir a los médicos. Apareció una enfermedad lenta y cruel, como una corona de mártir. El 21 de mayo de 1952, un infarto pulmonar le hizo creer que había llegado el momento de la muerte y pidió que le administraran los últimos sacramentos. Se salvó del infarto, pero nuevos análisis sacaron a la luz que tenía cáncer en el páncreas. La enfermedad era sumamente dolorosa, pero él no se quejaba de nada. Solamente en sueños solía escapársele uno que otro lamento. Ahora, sometido a la enfermedad, el “Contento, Señor, Contento”, cobraba todo su valor. Desde mediados de junio, gracias a un permiso especial, un grupo de sacerdotes jóvenes, de los formados por él, o que a él le debían su vocación, podían oficiar la Santa Misa, todos los días, a unos cuantos pasos de su cama. El 24 de julio, el Padre Alvarado tuvo que cumplir con el deber de decirle que no había remedio. Cuando escuchó el terrible diagnóstico, le contestó: “Me he sacado la lotería y quiero que me ayude a dar gracias a Dios. Podré llorar por la emoción, pero, créame, Padre, estoy feliz, feliz”. ¿Cómo no estar agradecido con Dios? ¡Qué fino es Él! Todas mis obras han prosperado; en lugar de una muerte violenta me manda una larga enfermedad para que pueda prepararme.Me sostiene la cabeza para que pueda arreglar tantos asuntos. Me da el gusto de ver a tantos amigos para despedirme de ellos… Verdaderamente Dios ha sido para mí un padre cariñoso, el mejor de los Padres”.
El 18 de agosto entró en agonía y a las cinco de la tarde dejó de respirar. En la mañana del día 20, cinco mil personas repletan la Iglesia. Los demás quedan en el atrio y en la calle. El Cardenal José María Caro, el Nuncio, obispos, sus compañeros jesuitas, sacerdotes, los que trabajaron con él en el Hogar de Cristo y en la Acción Católica, todos vienen a despedirlo. A la salida, la multitud se formó detrás de la carroza para recorrer a pie las 38 cuadras que los separan de la parroquia de Jesús Obrero, donde descansan hasta el día de hoy sus restos. En esos momentos, alguien mira al cielo. Perfectamente delineada, se ha formado una cruz en las nubes. Todos la pudieron ver.
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