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Jacobo Zarzar Gidi

EL FUNDAMENTO DE LA ALEGRÍA

Todos los días buscamos la felicidad y no la encontramos. Caminamos por el sendero de la vida en busca de una “gran alegría” y ésta no llega jamás. Cuando mucho, tal vez, pequeños ratos en que la pasamos contentos. Al pensar que hemos alcanzado la felicidad, surge un contratiempo, una contradicción, un enojo, una decepción, un desprecio, o tal vez una enfermedad. Seguimos buscando por aquí y por allá, y no aparece. Se nos esconde en sitios inimaginables, no sabemos dónde está. Lo que sí sabemos es que no la encontramos en la posesión de dinero o de bienes materiales; tampoco al tener salud porque no lo es todo en la vida; mucho menos en la realización de ese viaje tan soñado que con cualquier cosa se puede estropear. Y de pronto nos damos cuenta que se nos pasaron años importantes buscándola en sitios equivocados.

La alegría es la consecuencia inmediata de cierta plenitud de vida. Y para la persona, esta plenitud consiste ante todo en la sabiduría y el amor. Por su misericordia infinita -sin merecerlo nosotros- Dios nos ha hecho hijos suyos en Jesucristo y partícipes de su naturaleza, que es precisamente plenitud de Vida. Sabiduría infinita, amor inmenso. No podemos alcanzar alegría mayor que la que se funda en ser hijos de Dios por la gracia, una alegría capaz de subsistir en la enfermedad y en el fracaso. El Señor nos da una alegría -por demás misteriosa- y absolutamente nadie nos la puede quitar.

¡Qué distinta es esta felicidad tan especial, de aquélla que depende del bienestar material, de la frágil salud, de los tan cambiantes estados de ánimo, de la ausencia de dificultades, del no padecer necesidad…! Por eso a veces nos sorprenden esas esquelas que aparecen en el periódico, de familias cristianas que expresan de alguna manera su alegría, no de la muerte, sino de la vida que llevó su ser querido. Están contentos por el regalo de Dios al habérselos prestado durante un lapso de tiempo determinado, le dan gracias por esa herencia de valores morales que recibieron al haber compartido su presencia, y le están agradecidos porque saben que ahora se encuentra en la Casa del Padre. Somos hijos de Dios, y nada nos debe turbar; ni la misma muerte.

San Pablo recordaba a los primeros cristianos de Filipos (antes Macedonia, cerca del mar Egeo): “Alegraos siempre en el Señor; os lo repito, alegraos, el Señor está cerca”. Pero no puede estar cerca si nuestro pensamiento únicamente está en los negocios, o en los problemas que nos abaten, que nos derriban, que nos desarman, que nos desvían, que nos precipitan, que nos hacen perder el ánimo. No puede estar cerca de nosotros el Señor si estamos enlodados en la pornografía, si deseamos el mal a alguien, si no perdonamos al que nos ha ofendido, o si envidiamos los bienes ajenos. Lo sorprendente del apóstol Pablo es que escribió esa carta a los cristianos de Filipos estando encadenado en la cárcel.

Pero, ¿cómo podemos estar alegres ante la enfermedad, ante la injusticia, ante la pobreza y ante el abandono de nuestros seres queridos? Si comprendiéramos que así como Jesucristo aceptó el sufrimiento en la Cruz para hacernos felices, así también nosotros podemos -abrazando nuestra propia cruz- por amor a Él, dar un valor de salvación a nuestro sufrimiento, que de esa manera se transforma en gozo.

La verdad es que “la alegría” es uno de los más poderosos aliados que tenemos para alcanzar la victoria. De esa manera, los achaques que provienen de la vejez, no nos harán mella. Los aceptaremos de buena gana, porque así como tuvimos juventud, ahora tenemos vejez, y le damos gracias a Dios por ello. Este gran bien llamado alegría solo lo perdemos con el pecado, con la indiferencia a Dios y a nuestro prójimo y por el egoísmo.

Una persona triste se hace mucho daño a sí misma y a todos los que están a su alrededor. Muchas veces nos tropezamos con la depresión que es el resultado de permitir que se anide en nuestro corazón la tristeza. ¡Tenemos tanto de qué darle gracias a Dios!, que no nos alcanzarían las palabras de toda nuestra vida para hacerlo. No permitamos que la congoja nos destruya.

El domingo miré a un hombre arrodillado en el suelo frente al Santísimo. Lo observé unos minutos e imaginé todo el dolor y la desesperación que cargaba en su corazón. Sentí compasión por él, pero al mismo tiempo me dije que estaba haciendo lo correcto, y que muy pronto el Señor con toda seguridad lo iba a ayudar.

Si tenemos la alegría de estar cerca de Dios, la derramaremos en los demás seres humanos que nos rodean, engendraremos en ellos esperanza, optimismo y caridad que tanta falta le hace al mundo. Lo más importante -y a veces lo más difícil- es estar alegres en nuestra propia casa. Aunque estemos cansados, y aunque tengamos asuntos que nos preocupen demasiado, pidámosle a Dios que nos dé una sonrisa para alegrar a los demás y para que a los nuestros no se les haga difícil nuestra compañía. ¡Porque no es fácil estar cerca de alguien que siempre está triste y que por naturaleza es pesimista! Ofrezcámosle al Señor nuestros problemas, pongámoslos en sus manos y tarde o temprano encontraremos solución.

Somos hijos de Dios, y eso debería bastarnos para ser las personas más dichosas del mundo. Todos los días hagámosle frente a la adversidad, dejemos las amarguras a un lado, acerquémonos más a Él, que se encuentra tan abandonado, y acudamos a la oración cuando nos sintamos solos.

Cada uno de nosotros al levantarse puede decidir entre ser feliz o infeliz. Abraham Lincoln, político norteamericano (1809-1865), presidente de la República desde 1860 hasta su asesinato por un fanático esclavista, dijo que “las gentes son felices en la medida en que se proponen serlo”. Si pasamos el tiempo diciendo que nada es satisfactorio, que las cosas no marchan bien y que se auguran tiempos difíciles, seremos infelices; pero si al levantarnos decimos que la vida es bella y que las cosas avanzan maravillosamente bien, habremos elegido la felicidad y el Señor nos bendecirá.

La sabiduría de Jesucristo es notable, pues nos enseña que el camino para vivir en este mundo es tener la mente y el corazón de un niño. Nunca permitamos que nuestro corazón se haga viejo, sombrío o cansado. Si disfrutamos el trabajo, si nos alegramos al llegar a casa, si bromeamos con nuestros compañeros de la mesa del café, si no estamos todos los días ambicionando lo imposible, seremos felices. Muchas veces lo que nos da alegría son las cosas sencillas, como ver volar un pájaro que se detuvo unos momentos frente a nuestra ventana, mirar la luna que luce espléndida por la noche, escuchar el agua cristalina cuando forma una cascada, y ser agradecidos con ese árbol que ha sido compañero inseparable a lo largo de nuestra historia. Pero lo más importante es tener el alma limpia y ser sencillo de espíritu. Si perdemos esto, una gran tristeza invadirá nuestro corazón, enloquecerá nuestro cuerpo, y habremos perdido el rumbo hasta el siguiente encuentro que tengamos con el Señor.

Es importante aceptar que no toda la infelicidad la producimos nosotros mismos. Muchas de las miserias humanas son el resultado de las condiciones sociales; sin embargo, en gran parte, por nuestros pensamientos y actitudes, destilamos los ingredientes de la vida, que se traducen en felicidad o infelicidad. Una gran parte de la humanidad es “fabricante”, fabricamos nuestra propia infelicidad.

Habiendo tantos problemas en el mundo sobre los que tenemos poco o ningún control, es tonto fabricar personalmente más infelicidad. Hagamos de la felicidad un hábito para que permanezca cada vez más con nosotros. Un corazón alegre transformará nuestra vida en una fiesta continua.

Hagamos una lista de pensamientos felices y evoquémoslos en la mente varias veces al día. Si llega a penetrar algún pensamiento de infelicidad, arrojémoslo de inmediato y reemplacémoslo por otro de felicidad. Mantengamos el corazón libre de odio y difundamos la luz. Al levantarnos, digamos tres veces, en voz alta, la siguiente frase: “Este es el día que Nuestro Señor ha hecho para mí, me regocijo y me alegro por ello. Este va a ser un magnífico día, voy a poder enfrentar todos mis problemas, me siento bien física y mentalmente, es fabuloso tener vida, me siento agradecido por todo lo que tengo, lo que tuve y lo que tendré, Dios está aquí y Él me acompañará hasta el final, le doy gracias al Señor por todas las cosas buenas que hay en el mundo incluyendo la compasión y la ternura”.

jacobozarzar@yahoo.com

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