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Más allá de las palabras

CRISTO CONSOLADOR

Jacobo Zarzar Gidi

En la gran Catedral de Copenhague, capital de Dinamarca, existe una enorme figura de Cristo rodeada por los Doce Apóstoles. Es obra de Bertel Thorvaldsen, magnífico escultor danés, que vivió hace más de un siglo. Thorvaldsen, aunque un genio en lo referente a su arte, no era un hombre profundamente religioso. Cuando el rey de Dinamarca le pidió que hiciera una estatua de Cristo, su primer pensamiento fue crear una figura heroica, dominadora, con los brazos alzados, erguida la cabeza, irradiando fuerza y confianza.

Hizo, pues, el primer boceto de arcilla. Sucedió entonces que Thorvaldsen fue llamado fuera de la ciudad durante varios días. Mientras estaba fuera, la humedad y la niebla marina penetraron en su estudio. Y así, cuando el escultor regresó, quedó asombrado al descubrir una extraordinaria transformación en la estatua. Los brazos alzados habían descendido hasta quedar casi a los lados del cuerpo. La cabeza estaba inclinada, los hombros caídos, como si soportaran el peso del mundo.

Por un instante, el escultor juzgó arruinada su obra. Pero entonces vio que el efecto total tenía mucha más fuerza y era mucho más convincente de lo que él hubiera podido soñar o crear. Cogió un cincel y en la base de la figura grabó estas palabras: "Venid a Mí". Así se creó la gran estatua de "Christus Consolator" (Cristo Consolador), y así se alza en Copenhague hasta la fecha.

Menciono esta historia, porque tengo la convicción de que la fe en Jesucristo es la respuesta final para mitigar el dolor y el sufrimiento. El cristianismo es la vida en contraste con la muerte, es la esperanza frente a la desesperación, es la victoria contra la derrota, es la fuerza más radiante, vital y dinámica que ha existido jamás en la historia de la humanidad. El Señor nos dice: "He venido para que tengan vida, y la tengan en abundancia". "Yo soy la resurrección y la vida...". "Porque Yo vivo, vosotros viviréis también". Y la más consoladora de todas las frases: "En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no fuera así, os lo diría, porque voy a prepararos el lugar. Cuando yo me haya ido, y os haya preparado el lugar, de nuevo volveré y os tomaré conmigo, para que donde yo estoy estéis también vosotros. Pues para donde yo voy, vosotros conocéis el camino". Díjole Tomás: No sabemos a dónde vas; ¿cómo, pues, podemos saber el camino? Jesús le dijo: "Yo soy el camino, la verdad y la vida; nadie viene al Padre sino por mí" (San Juan 14, 2-6).

En los hospitales y en las casas encontramos mucha gente enferma. Personas como usted o como yo que sentimos desconcierto, temor y tristeza ante el deterioro físico, ante los avances de la edad. Tenemos miedo a la pobreza, al fracaso, al dolor, a la soledad, al abandono y a la indiferencia de nuestros seres queridos. ¡Tenemos miedo de tantas cosas! Tememos perder el amor, el dinero, el reconocimiento de los demás, la juventud, la salud, la seguridad, las oportunidades, la memoria. A pesar de todo, en medio del sufrimiento se encuentra Dios para ayudarnos, para consolarnos, para alentarnos a que sigamos adelante, a que no nos detengamos en la más amarga frustración, a que no nos deprimamos. Después de la oscuridad surge la luz para darnos una segunda y una tercera oportunidad. No todo está perdido.

Hay sucesos de la vida en los cuales el dolor arrecia como nunca antes lo habíamos sentido. En esos momentos, cuando nos encontramos en el fondo de la quebrada, cuando pensamos que todo ha fracasado y que son verdaderamente inútiles los esfuerzos por levantarnos, sólo nos resta pedir a Dios misericordia. El señor nos hará llegar la compasión necesaria para que sanen no sólo las dolencias del cuerpo, sino también las heridas del alma.

Frente al dolor, surgen los buenos amigos, que a pesar del tiempo, de la distancia, del cansancio o de la decepción, permanecen a nuestro lado -aunque se encuentren a miles de kilómetros de distancia- ejerciendo una solidaridad compasiva por medio de la palabra o del silencio.

Las personas compasivas, no son rencorosas, no llevan la cuenta de los desprecios, olvidan con facilidad los agravios, no se fijan en las diferencias que tontamente separan a las personas. Son un faro en medio de la noche, especialmente cuando el cuerpo y el alma se nos quiebran, y gracias a ellas, muchas personas recuperan el sentimiento de la presencia de Dios en su vida. Todos sentimos una gran necesidad de ser amados y perdonados por Dios. Si optamos por seguir viviendo bajo el peso de nuestras culpas, no llegaremos a puerto seguro y seremos uno más de los tantos náufragos que no desean ser rescatados por el Amor del que todo lo puede. Experimentemos la presencia de Dios a pesar del mundo materializado en que vivimos, a pesar de las distracciones que tenemos, y a pesar de los sufrimientos de la vida que a muchos les hace perder la fe.

La cultura dominante nos impulsa a huir de la compasión por considerarla una debilidad. Los círculos del poder, esos que controlan el mundo, nunca serán compasivos porque buscan sus propios intereses. Pero la fe cristiana nos lleva a otros derroteros... Si algo queda claro en los Evangelios de Jesús es la compasión, y junto a ella nos cobijamos todos los que sufrimos. Se trata del último recurso al que se acoge el enfermo de un hospital, el miserable que duerme en las calles y que a nadie le preocupa, el golpeado por la vida que llora amargamente su soledad, el que se considera una cosa en lugar de una persona, el que nunca ha tenido un momento de felicidad en su vida, el que sacó adelante a sus hijos con muchos sacrificios y después éstos lo desconocieron. En la medida en que nosotros hemos sido amados y sanados por Jesucristo, aprenderemos a ejercer la compasión con nuestros semejantes, y a vivir en este mundo de forma humana y misericordiosa, a pesar de que está envuelto en el dolor y en la violencia.

Si queremos ser personas compasivas tendremos que aprender a orar como Jesús oraba. A su Padre van dirigidas sus plegarias, sus lamentos, las bendiciones y su llanto. Es necesario ser constantes, porque necesitamos de la oración como nuestro cuerpo del aire que respira. Pero lo más importante es que lo imitemos en su relación de amor con su Padre. Necesitamos amarlo por sobre todas las cosas y decírselo con ternura todos los días. Muchas veces al estar hundiéndonos en el pantano de la vida, queremos ser rescatados por alguien, y el único que tiene una mano poderosa para conseguirlo es Dios Nuestro Señor, pero si no lo amamos lo suficiente, cómo es que nos atrevemos a pedirle ese favor.

Podemos orar en el trabajo, en el descanso, en el campo, bajo un cielo estrellado, en la capilla cálida y silenciosa. Lo importante es que donde oremos vivamos en el corazón de Dios, y que de ninguna manera separemos la oración de la vida. Mientras más suframos, más sentiremos la necesidad de la presencia de Dios. Pero seamos constantes, porque muchas veces los temores y la codicia prostituyen el corazón del hombre y apagan la pasión por conseguir el Reino de los Cielos. Nuestras batallas diarias serán menos duras con la oración, porque tenemos un Padre bondadoso que nos comprende y que sale a nuestro encuentro cuando extraviamos el rumbo. Somos el Hijo Pródigo -es bueno reconocerlo-, varias veces llegamos a sentir urgencia de Dios y fuimos lentos para buscarlo.

Anunciemos a Dios en las calles de la ciudad, en los cuartos de terapia intensiva, en las escuelas donde no se le menciona, en las batallas de la vida diaria, en los campos abandonados que sufren por la sequía, y en las soledades de muchos corazones que perdieron las ganas de vivir. Este es nuestro gran desafío: ser hombres y mujeres de oración, que hablen de fe, de esperanza y sobre todo de amor. Personas que transmitan con su ejemplo diario la compasión que proviene de Dios y que inunda los corazones buenos. Solamente de esa manera la humanidad no se sentirá sola y encontrará verdadero consuelo en Jesucristo Nuestro Señor.

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