Meditaciones entre el detergente
Entre lo que deseamos vivir y el intrascendente ajetreo en que sucede la mayor parte de la vida, se abre una cuña en el alma que nos separa de la felicidad como al exiliado de su tierra.
Casi todos los que amo se han ido a descubrir nuevos caminos, a vivir experiencias novedosas, imprevistas. A estrenar el mundo y... ¡chin!, yo sigo aquí. El tiempo perezoso del verano se arrastra lentamente entre mis horas, los días resbalan sin dejar huella; y como algo tengo que hacer contra esta monotonía, si no puedo ir más lejos, puedo al menos echarme un viajecito al interior de mí misma. Aunque sé por experiencia que de esos viajes siempre vuelvo de pésimo humor. Porque, vamos a ver: ¿qué estoy haciendo aquí y no en el Caribe bebiendo margaritas? ¿Qué clase de tonta soy? La respuesta depende de la hora en que me haga la pregunta, porque cuando recién me levanto mi cuerpo suele ser un barco sin timonel que flota por la casa buscando donde anclar el día... estos son mis libros, estos mis geranios... desde un rincón del jardín me saludan los tomates que planté en febrero y hoy rojos y jugosos cuelgan en las ramas de las tomateras; por lo tanto, esta debo ser yo.
Chona -la muy perrona- siempre tan faldera, navega junto a mí confiada en que encontraré el rumbo para navegar a través del día. Ambas nos detenemos en la puerta para recoger el periódico fresco. Así nomás, de un ojazo, me entero de lo mismo. Las noticias están como para no leerlas y yo, ya con la brújula más o menos orientada, me siento frente a mi escritorio, grande y pesado como un caballo percherón, desde donde medito, leo, sueño, escribo... Sí, sí soy yo, la pica-piedra de las letras, hasta que suena el teléfono: “No joven, no quiero ninguna tarjeta de crédito. No, no tengo tiempo de contestarle ninguna encuesta... ¡No! tampoco le voy a dar mi correo electrónico”. Y aprovecho el teléfono en la mano para hacer algunos unos trámites: “Si quiere hablar con... marque uno y si quiere con... marque dos”. Marco el dos y responde otra grabadora: “Si quiere esto, o lo otro, o lo demás allá...”. Pero ninguna de las opciones me ofrece lo que yo necesito. Y sin darse por vencida la voz sigue repitiendo: “Su llamada es muy importante para nosotros”. ¡Sí, imbécil!, pero llevo ya 15 minutos intentando, sin conseguirlo, que me responda una voz humana.
La placidez de mi mañana empieza a agriarse. Respiro profundo para ventilar la frustración; pero ahí está el polvo, las plantas sedientas, el carrito del súper como un destino implacable. Y yo no quiero pero pues ni modo, mi vida es esto. Emprendo concienzudamente la jornada de amita de casa. Sólo serán unas horas, me prometo para darme ánimos, pero si alguien me pregunta en este momento quién soy seguramente respondería con aspereza: ¡vete al diablo!
Una cerveza bien fría mejora un poco mi estado de ánimo y estoy lista para emprenderla con las cebollas, los jitomates, las cacerolas. Ahora soy chef y estoy bien, porque cortar, picar, sazonar; es lo mío. Pollito al vino blanco, ensalada de tomate y queso de cabra a la albahaca; aquí me luzco. Lo que me amarga es limpiar la cocina después, ya que hace unos días mi menordomo me dijo las palabras fatídicas: “Señora, quiero hablar con usted”. ¡Y se largó! Y el Querubín que no sabe usar las manos, empieza con que hay que llamar al carpintero porque esa puerta no cierra, y hay que poner rollos nuevos de papel en los baños... y hay que... ¡Para!, le digo. Mejor hablas directamente con Hayque, porque yo ya estoy harta y fíjate, ahora mismo te dejo, y me voy a diluir mi furia, mis deseos inconfesables, mis sueños rotos... entre el detergente con que lavo los platos en la cocina.
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