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Mi primera vez

ADELA CELORIO

Desconfío de los días de vino y rosas con vista al mar, esa felicidad en estado puro como un jarabe demasiado simple. Menos mal que los tres intangibles que me acompañan: dos jodolescentes y mi Querubín abducidos todos por sus IPhones, Ypoods, Itunees, Itouchs y Laptops; aportan la dosis necesaria para mantener viva mi vocación de infelicidad. Si no fuera por la inmovilidad física y neuronal de esos tres motores que cuajados y sin mover una pestaña consiguen mantenerme en movimiento perpetuo porque: Ya que vas a la cocina tráeme una CacaCola porfa', o, ¿no has visto mi Blackberry, mi toalla, mi reloj..?, piden, preguntan, demandan sin siquiera voltear a mirarme.

Menos mal que la energía y el impulso creador me vienen siempre de lo canijo de la vida, de la sensación de que las cosas podrían ser mejores y de la negación de aceptarlas como son. Pero está bien así porque no hay nada como la gente satisfechota para que el mundo se paralice, y la imaginación y la creatividad se echen a dormir en un rincón.

Benditos los insatisfechos porque ellos cambiarán el mundo. Malcontenta que soy, los artilugios no me interesan, la tele me provoca una especie de asco y para no matar a nadie en vacaciones, en el tiempo que me deja libre mi inculta grey de postmodernos, me entretengo rescatando los recuerdos que flotan como pedazos de madera entre las aguas de estos días líquidos.

Tal vez por asociación aparece en mi memoria la primera vez que vi el mar. Tendría unos cinco añitos cuando una mañana mi abuelo ofreció: "Ya va siendo tiempo de que el mar te conozca chiquilla, si estás dispuesta a pegarte un madrugón, mañana temprano salimos a Veracruz".

Por supuesto no madrugué, tuvieron que llevarme en calidad de bulto y ya calentaba el sol cuando abrí los ojos en el Puerto. Al volante de su Packard mi abuelo enfiló hacia el malecón. El auto era su primer amor, yo el segundo y por eso viajaba entre él y mi abuela que no era abuela sino la joven esposa con quien mi abuelo consoló gozosamente su viudez.

-¿Qué te parece el mar?.. es grande ¿no? Por ahí llegué a América, me dijo señalando el horizonte de agua que visto desde lejos no me provocó mayor deslumbramiento.

-Antes de ir a la playa desayunaremos, ordenó el capitán enfilando su nave hacia "La Parroquia" que no era una iglesia sino una bulliciosa cafetería donde algunas personas se acercaron a saludarlo.

-Es mi nieta que pasa vacaciones con nosotros- me presentó; y yo saludé muy correcta para estar a la altura. Al tintineo de la cucharilla que golpeó contra el vaso, acudió un mesero con sendas jarras humeantes, una de leche caliente y espumosa y otra con café que vertió sobre mi vaso de leche.

Para la cría una concha con nata, ordenó; y desde entonces Veracruz es para mí una concha con nata.

-Adiós don Pepe- se despidieron algunas manos cuando salimos, y de nuevo al timón, mi abuelo se dirigió a Mocambo donde ya otros autos acampaban bajo los magníficos pinos (hoy desaparecidos en nombre de la urbanización). Antes de permitirme pisar la arena, mi no-abuela me puso el traje de baño, me untó crema Nivea en la cara, en los hombros y... ¡ala! al mar.

Hundiendo sus alpargatas en la arena, mi abuelo me llevó de la mano hasta donde las olas marcaban en suaves ondas su última frontera. -¿Que te parece?, ¿grande no? Pero yo, deslumbrada por el brillo de las conchas y los caracoles ya me había soltado de su mano y saltaba en la tibieza de las pequeñísimas olas que se arrastraban bajo mis pies.

La arena era suave y la tentación inaplazable. -No te muevas de aquí, ayudo a Aquélla a bajar los bártulos de la cajuela y vuelvo en seguida -ordenó- y quitándose el sombrero carrete que cubría su calvicie; me lo puso. -Te está muy grande, pero no te lo quites porque puedes coger una insolación...

Para entonces absorbían toda mi atención las conchitas que como encaje bordeaban la playa. Recogí algunas, las ordené minuciosamente de mayor a menor y cuando ya no cabían más en mis manos las arrojé al mar; porque lo lindo era la recolección.

Libre y feliz salté, bailé, atesoré estrellas de mar y pedacitos de vidrio pulidos por la marea; alejándome sin darme cuenta. Perdida debo haber andado cuando los brazos fuertes de mi abuelo me levantaron por los aires.

-¿Pero qué hiciste criatura?, repetía llorando mientras me abrazaba hasta la asfixia.

-¡Qué terrible disgusto nos has dado!, gritaba Aquélla desde tan lejos que ni las olas más atrevidas la alcanzaban.

-¡Cuando tu abuelo volvió a buscarte encontró el sombrero flotando en el mar y enloquecimos!

Desde luego tú no vuelves a venir con nosotros; sentenció la gritona. Pero sí volví. De la mano de mi abuelo conocí otros mares y a lo largo de mi vida he caminado muchas playas en las que con la misma inquietante mezcla de miedo y gozo que me provocan el amor y las olas; me entrego al mar; que es grande ¿no?

Adelace2@prodigy.net.mx

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