Tenemos doña Rosa y yo un convenio tácito: yo le llevo pan de pulque de Saltillo y ella me da una taza de yerbanís o menta del Potrero.
Durante muchos años ha funcionado esa concertación. Cuando oye rumbar mi camioneta -en el Potrero los motores rumban- ya sabe doña Rosa que llego con su pan, y de inmediato pone a hervir en el fogón el agua para mi té. Y yo lo bebo a tragos lentos, sabrosísimo, para gozar de la sabrosa conversación de esa mujer tan sabia.
Le chuleo -"chulear" en el Potrero es alabar- su albo mantel; su cocina, donde no hay nada fuera de lugar; sus tazas, cada una inmaculado cáliz, y sus platos, limpios como una patena. Y me dice con su tranquilo orgullo:
-Aquí puede venir el rey de Francia.
Ella no sabe que en Francia ya no hay reyes. Pero ese saber no importa nada. Importa, sí, la sabiduría que tiene ella, de hacer bien lo que le toca hacer. Y venga el rey de Francia.
¡Hasta mañana!...
