Voy muy temprano por las calles del Centro Histórico de la Ciudad de México. Es clara la mañana, y fresca. El airecillo de la noche aún no acaba de dejar el sitio a los humos pestíferos del día.
Voy tranquilo. No vuelvo la mirada a cada paso para observar si alguien me sigue. Ahora la Capital de la República es la ciudad más segura del país. Quienes en ella viven se quejan del tránsito, de las manifestaciones, del smog... Les cambio todo eso por su tranquilidad.
Recorro los sitios entrañables. En el Zócalo siento la grandeza mexicana, y en el Palacio Nacional veo su pequeñez, pues el recinto no tiene ya estatura de niño y de dedal, como dijo con ternura el poeta de Jerez, sino estatura enana, podríamos decir hoy con amargura. Entro en la Catedral, y la sensación de paz se hace mayor porque está casi solo el vasto templo, y como no hay oficio religioso se siente más -igual que en el desierto- la presencia de Dios. Recuerdo ahí otros versos del jerezano, eco pretérito de lo que ahora es: "...Mejor será no regresar al pueblo, / al edén subvertido que se calla / en la mutilación de la metralla...".
Y pensando en el regreso me persigno.
¡Hasta mañana!..
