Mi amigo se sentía muy mal, de veras.
Admiraba a sus antiguos compañeros de la escuela; los envidiaba porque eran brillantes matemáticos que podían resolver problemas complicados, consumar dificilísimas operaciones, despejar oscuras incógnitas, levantar columnas de cálculos infinitesimales. Y él lo único que sabía era escribir versos. Versos, nada más. Pasó el tiempo y he aquí que un buen día aparecieron las calculadoras electrónicas. Hasta un párvulo las podía manejar. Bastaba oprimir los botoncitos de aquel artilugio que llegó a costar un dólar, y por sí solos se resolvían los problemas complicados, se consumaban las dificilísimas operaciones, se despejaban las oscuras incógnitas y se levantaban las inmensas columnas del cálculo infinitesimal.
Sin embargo no hay todavía una máquina que pueda decir en un poema sus sentimientos, y ni siquiera que sea capaz de hacer una mala prosa como ésta que acabo de pergeñar.
Mi amigo ya no se siente tan mal. De veras.
¡Hasta mañana!..