-Haz un milagro para poder creer.
Así dijo a San Virila aquel incrédulo.
El santo hizo un movimiento de su mano, y el escéptico se elevó por el aire hasta quedar a la altura de la más alta aguja de la catedral.
-¡Bájame, por favor! -gritó el infeliz lleno de espanto.
-Ese sería otro milagro -le gritó el santo a su vez-. Tú nada más pediste uno.
Allá arriba el hombre empezó a manotear con desesperación. Divertida, la gente de la aldea reía a carcajadas. San Virila hizo entonces otro movimiento y el hombre descendió con suavidad hasta llegar al suelo.
-¿Crees ahora? -le preguntó Virila.
-Sí -respondió el desdichado, tembloroso-. No necesito más milagros.
San Virila regresó a su convento. Por el camino iba compadeciendo a los pobres de espíritu cuya fe nace del miedo.
¡Hasta mañana!...