En cierto pequeño pueblo del sur de los Estados Unidos vivía un negro anciano que gozaba de fama en el lugar porque siempre había contado que conoció a Abraham Lincoln.
Daba profusos detalles del encuentro; describía la persona del Emancipador; el modo en que iba vestido; lo que había dicho; y se emocionaba con el relato de aquella vivencia extraordinaria que significó el más alto momento de su vida.
Pasó el tiempo, y un día una suspicaz reportera de periódico le preguntó si en verdad había conocido a Lincoln.
Recuerdo haberlo conocido, señorita -respondió el anciano-, pero desde que comencé a ir a la iglesia se me empezó a olvidar.
Se ha dicho que muchos cristianos van a la iglesia los domingos para tratar de borrar un poco los pecados que cometieron el sábado y que volverán a cometer el lunes. La historietilla que he narrado enseña que de nada sirve ir a la iglesia si no salimos de ella a practicar esa forma suprema de la verdad: el bien.
¡Hasta mañana!...