Peligroso ejercicio es el de la incredulidad: los que no creen en nada acaban por no creer ni siquiera en sí mismos.
El padre Soárez conversaba cierto día con un incrédulo. La conversación de los incrédulos es muy aburrida, pero la caridad del padre Soárez es tan grande como su fe, pues de ella viene.
-Yo no puedo creer en Dios -decía el escéptico-. Porque si hay un Dios ¿cómo se puede explicar la existencia del mal?
Respondió con una sonrisa el padre Soárez:
-Yo en cambio no puedo dejar de creer en Dios. Porque si no hay un Dios ¿cómo se puede explicar la existencia del bien?
El incrédulo no dijo nada ya, y se puso muy serio. Los incrédulos se ponen muy serios cuando no pueden decir nada ya.
¡Hasta mañana!...