Esta pera de redondeadas formas se ha sentado sobre la mesa de mi comedor. La miro, y me parece ver en sus rotundidades una Venus de Willendorf.
¿Cuántos años habrán pasado desde el día que plantamos en la huerta llamada La Carrera los perales que traje de Allende, Nuevo León? Nadie se acuerda ya. ¿Quién quiere recordar el paso de los años? Todos los arbolitos prendieron -la vida siempre acaba por prender-, y se alzaron al aire del Potrero igual que muchachillos de greña alborotada. Luego dieron su fruto, rico en dulzor y en sugerencias femeninas.
Yo he cuidado los árboles con cariño de padre. Esta pera que ahora miro es regalo de uno de ellos. La vida -madre, hija y espíritu sagrado- es siempre agradecida.
¡Hasta mañana!...