Soy muy afortunado: todavía tengo asombros de niño.
No he perdido la capacidad de maravillarme. Lo que no entiendo me maravilla, y lo que por fin logro entender me maravilla más.
Miro en el aeropuerto el aterrizaje de un jet. Pasa por encima de mi cabeza el gran avión y llega a tierra, enorme, lento, majestuoso.
Y vuelvo a ser el niño que hace siete décadas -es decir hace un ratito- apretaba muy fuerte la mano de su padre al tiempo que miraba, sobrecogido de emoción, el paso del tren descomunal.
Dios me guarde ese infantil asombro.
Cuando vea a Diosito -lo veremos todos alguna vez- me maravillaré ante Él lo mismo que ahora me maravillo viendo una flor pequeñita o un enorme jet.
¡Hasta mañana!...