En 1952 la Unión Soviética participó por primera vez en los Juegos Olímpicos y el mundo oyó el épico lamento de su himno, una poderosa sinfonía del deshielo.
Pertenezco a una generación que sólo veía rusos en las Olimpiadas. A partir de los Juegos de Helsinki, corrió el rumor de que ciertos atletas aprovechaban la ocasión para quedarse en Occidente. No se trataba de medallistas famosos, sino de discretos lanzadores de disco en busca de libertad. Según esa leyenda, el Comité Olímpico Soviético ocultaba las fugas para no desprestigiarse.
La Unión Soviética ejercía la fascinación de un imperio secreto. Disponía de cohetes para destruir el mundo o poner en órbita a una perrita cosmonauta, pero sus habitantes sólo viajaban en pos de una medalla o por motivos de espionaje.
En el Distrito Federal, la Embajada de la URSS perfeccionaba este misterio. Aquella mansión en Tacubaya, con postigos verdes permanentemente cerrados, hacía pensar en una misión diplomática del más allá.
En 1966 la película Ahí vienen los rusos, de Norman Jewison, contribuyó a la moda de imaginar contactos con esos desconocidos y contó la historia de un submarino soviético que llega por error a Estados Unidos.
Dos años después se celebraron las Olimpiadas de México. Aunque la delegación soviética fue abucheada por la reciente invasión de Checoslovaquia, sus atletas cautivaron. El levantador de pesas Leonid Zhabotinsky se comió cinco melones en un desayuno, conquistó la medalla de oro y en la ceremonia de clausura sostuvo la bandera roja con una mano, como si se tratara de un palillo. Lo mejor fue la gimnasta Natasha Kuchinskaya, que saltaba para demostrar que la belleza causa vértigo.
Estas proezas fueron acompañadas de un rumor: algún ruso se quedaría en México. Las celebridades estaban rigurosamente vigiladas, pero un mediano corredor de fondo podía aprovechar un resquicio para huir.
En 1970 comencé a leer autores rusos y conocí a Carlos Serdán, fanático de Dostoievski que vivía en Villa Olímpica. Trabamos la instantánea fraternidad que sólo puede surgir en la adolescencia, cuando un equipo de futbol o un disco de rock determinan que alguien es magnífica persona. Carlos se identificaba con Ivan Karamazov, aprovechaba cualquier oportunidad para hacer apuestas, quería poner una bomba en La Catedral y había creado un método para escribir un libro en clave cuando lo metieran a la cárcel.
Según él, su departamento de Villa Olímpica había sido ocupado por atletas soviéticos. Uno de ellos había cumplido el sueño de los inconformes, huyendo hacia el Ajusco.
Un velador lo vio escalar la reja y desaparecer entre los árboles que colindaban con la unidad habitacional. No lo detuvo ni dio aviso porque se encontraba borracho y no quería que lo vieran en ese estado. No se nos ocurrió pensar que, si el testigo estaba ebrio, tal vez había imaginado todo. Por el contrario, nos pareció que había actuado con lógica prudencia. Poco después lo despidieron por borracho y esto confirmó que se jugaba el puesto.
En un árbol cercano a Villa Olímpica Carlos descubrió la hoz y el martillo trazados con navaja. Cualquier estudiante de la UNAM podía haber dejado esa marca. A él le pareció un irónico mensaje del atleta fugitivo.
Las historias de escapes rusos acompañaron los Juegos Olímpicos hasta el fin de la Guerra Fría. Luego esa nacionalidad esquiva se volvió omnipresente. El primer mensaje promocional que recibí por correo electrónico llevaba el lema de "Russian Girls", en cualquier tienda de Europa se oye la lengua de Pushkin y las agencias inmobiliarias que venden propiedades en la Costa Brava incluyen letreros en alfabeto cirílico.
Los rusos se hicieron vulgarmente presentes, pero volvieron misterioso a Carlos. Nos encontramos hace poco y me contó una peculiar historia. Se detuvo a comer en Huitzilac, Morelos, en un local que ofrecía "pollo a la Kiev".
Entró ahí atraído por sus lecturas. Durante años ha imaginado la Perspectiva Nevski, los samovares humeantes, las verstas para llegar a la última choza en la propiedad del conde Tolstoi, el crujir del Neva en primavera.
El sitio se llamaba La Fiebre del Oro, pero no aludía a los gambusinos que buscan luminosas pepitas en un río sino a las Olimpiadas. Ahí conoció a Igor, corpulento anciano que -siempre según Carlos- confirmó más de 40 años después la historia del velador: aquel ruso huyó de Villa Olímpica, atravesó los bosques, se estableció con discreción en Huitzilac y mató su nostalgia del frío bebiendo vodka con pimienta. Mi amigo no creyó en la historia hasta que el ruso tomó el trincho de los pollos y lo lanzó con la pericia de un experto en jabalina.
Desde que contamos con internet, los rumores no son como antes. La verdad llega demasiado pronto. Busqué en vano datos de Igor, presunto lanzador de jabalina en México 68. Tampoco localicé La Fiebre del Oro en Huitzilac.
La historia contada por Carlos Serdán es apócrifa. Lo interesante es su necesidad de creer en ella para preservar una leyenda de otros tiempos, cuando las mentiras mejoraban la realidad.