"Nadie me preguntó si quería nacer o no, pero nací, y yo estoy feliz de que nací porque es muy interesante". Reconoció Leonora Carrington (QPD) ya en su muy madura madurez. Y vaya que fue apasionante su vida. Heredera de una familia inglesa rígidamente estructurada, mostró desde pequeña una compleja personalidad, que se manifestó contundente cuando contrariando la voluntad de su padre que había diseñado para ella un destino diferente: marido rico, tres o cuatro chiquillos rubiecitos y sosos, y té a las cinco por el resto de su vida. Pero Leonora, que tenía en mente otro proyecto, neceó y neceó hasta conseguir que le permitieran estudiar en el Chelsea School of Art de Londres; donde a los diecinueve años, cenando en casa de una amiga descubrió entre los invitados una mirada irresistible. Imagino que por decir algo, la joven preguntó al dueño de la mirada: "¿Acaso eres un ruiseñor? -Salí del huevo que mi madre puso en un nido de águila el dos de abril de hace cuarenta y seis años; respondió el irresistible; quien a su vez preguntó: y tú, ¿eres virgen? Suficiente para que desafiando toda convención; la jovencísima Leonora se subiera feliz a la nave de los locos y escapara a Francia con Max Ernst; alemán, casado, y veintisiete años mayor que ella. A partir de entonces, será Max quien ocupará el asiento de primera fila en su corazón.
Eran los primeros gritos del surrealismo que en el París de los años veinte se afianzaba alrededor de André Bretón, de Marcel Duchamos, de Pablo Picasso, de Salvador Dalí. A los surrealistas no les gustaba el mundo como estaba y querían hacerlo estallar. Nada de razonamiento, la pura manifestación del pensamiento y el deseo, ajena a toda preocupación estética o moral; proponían ellos. "La poesía se volvería carne y sangre, los hombres y las mujeres, los ancianos y los recién nacidos vivirían al borde de sus sentidos, destruirían al ejército, las cárceles, los burdeles y sobre todo las iglesias".
Cuentan que Charles Chaplin (quien en algún momento se unió a los surrealistas) invitado a una cena navideña por el dueño del los Estudios que lo habían contratado en Hollywood, nomás entrar a la residencia del magnate, tiró al suelo el espectacular árbol de Navidad que iluminaba el vestíbulo y pisoteó los adornos hasta que los anfitriones, entregándole abrigo y sombrero, le pidieron que abandonara la fiesta. Así se las gastaban los surrealistas en su intento de romper con lo viejo y traer aire fresco a las artes, a la cultura, a la vida.
Como era de esperarse de un principio tan caótico; Leonora pagaría con mucho sufrimiento su actitud desafiante. Le esperaba el amor, sí, "creo que voy a morir de amor", confió a su amiga Úrsula. Amor tormentoso que duró bien poco. Después: la guerra, el manicomio, el exilio, la pobreza; y pues como hay que seguir viviendo, los amores secundarios. Muchos porque era muy bonita, hasta que aparece en la vida de Leonora el diplomático mexicano Renato Leduc (otro loco) quien se casa con ella y la trae a México. "Rueda la noche/ y en la noche el tren/ el uno y la otra por distinta vía; /alguien habrá que en el desierto andén/ consigne fardos de melancolía".
En México, Renato recupera su carácter valemadrista, lo jalan los amigos, Leonora memoriza la palabra cantina. "Irreverente, Renato dice lo que no se dice, y hace lo que no se hace. Leonora dialoga con un Renato ausente". Ya no aguanto, dice; pero aguanta. Me voy, dice, pero se queda. Aparecen en su vida Frida (de quien le disgusta casi todo) Diego quien intenta asustarla diciendo: "yo como carne humana". "Mire Diego no chingue, soy inglesa, pero no turista". Adopta un perro callejero, dos gatos y conoce a Remedio Varo que será su hermana en el exilio mexicano.
"La amistad de Remedios es para Leonora un patio abierto, la certeza de que para ella se ha terminado la soledad. Remedios la complementa, termina sus frases, es su hermana gemela". Descubre los churros, el chocolate caliente, la sopa de elote... Los mexicanos con pistola al cincho. "No soporto las bravuconerías", grita Leonora.
Retoma sus pinceles, amplía su círculo, se descasa de Leduc. Se vuelve a casar con Gabriel Weis y tiene con él dos hijos, quienes el pasado fin de semana lloraron frente al ataúd de su madre. Leonora no pidió venir al mundo, pero se las arregló para transitarlo entre la cegadora luz del amor, y la oscura noche del dolor. Frágil y quebrada por los años, nunca sin embargo, se doblegó. Vivió a su manera y plasmó con su pincel el mundo mágico que la habitaba. Asistió en París al desbarrancadero del existencialismo, y durante los noventa y seis años que estuvo sobre la Tierra, tuvo una vida fructífera e intensa. "No estoy destinada a morir", dijo alguna vez, pero murió; y yo, más que por ella, sentí su muerte por Elena Poniatowska, quien después de las quinientas páginas de la novela inspirada en Leonora Carrington; casi se había convertido en su hermana.
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