"El que dice siempre lo que sabe, dice también siempre lo que ignora"
Francis Bacon
Tengo la sospecha de que los priístas comienzan a extrañar a Humberto Moreira en la dirigencia del partido. Durante nueve largos meses: los dichos, bailes, pleitos de vecindad, promesas incumplidas, picaresca, verdades a medias, flagrantes mentiras y personalidad dicharachera del profesor -cómo olvidar aquellas conferencias de los lunes- ocuparon los titulares de la prensa nacional. Ajonjolí de todos los moles, su figura de fuerte impacto mediático sirvió de escudo protector y blindaje destinado a salvaguardar la obtención de aplastantes victorias en las distintas elecciones a nivel estatal y, ante todo, el "proceso interno" para elegir al candidato a la Presidencia de la República. Claro está, para desgracia de algunos vendría el detallito menor de 35 mil millones de deuda estatal, asunto que dio al traste a las aspiraciones de Moreira de ser faro, luz y guía hasta el 2015.
Mucho más cuerdo -y ciertamente menos ampuloso y polémico- es Pedro Joaquín Coldwell, el recién elegido dirigente, quien tiene frente a sí la tarea de garantizar la unidad del partido, cuidarle las espaldas al candidato y cumplir el sueño de aquellos que con fervor desean ocupar Los Pinos de nueva cuenta y de una vez por todas dejar atrás doce años de no vivir dentro del presupuesto ni de salir en la foto.
Aunque hasta hace poco la chamba de Coldwell se antojaba sencilla -que en eso de el embarazo de urnas, la repartición de despensas, el acarreo, las promesas y el folclor, pocos de tan probada experiencia como los priistas- a últimas fechas la realidad nos induce a pensar distinto. Con el arranque de las campañas vendrán los golpes, los dimes y diretes y el inevitable desgaste que supone una contienda. Todo ello lo sabía Coldwell, sin embargo, nadie vio venir al peor enemigo del PRI. No es el Presidente Calderón, tampoco López Obrador y su República del Amor, mucho menos Chespirito ni Carmen Salinas. Ellos no. El enemigo a vencer se llama Enrique Peña Nieto.
Poco ahondaré en los dislates del candidato en el marco de la FIL; de ello ya me ocupé la semana anterior y el tema ha sido motivo de análisis tanto en la prensa como entre los ociosos de café y los usuarios de las redes sociales. Aunque la manifiesta falta de cultura de Peña Nieto seguirá siendo tema de interés y ciertamente va a ser utilizado por sus adversarios políticos, hoy son otras cosas las que nos deben preocupar. Que no lea no tendrá mayor repercusión en su éxito o fracaso como gobernante; son sus debilidades en otros rubros las que resultan motivo de alarma y prenden focos amarillos. Una cosa es ser poco versado en el mundo de las letras y otra, muy distinta, es ignorar factores esenciales acerca de la realidad de un país.
En sus tiempos como primer mandatario del Estado de México, arropado bajo el manto de la televisora de Azcárraga, sin salir de los ademanes estudiados, el guión de telenovela, las revistas del corazón, los litros de gel, de la mano de "Mamá Gaviota" y dando respuesta sólo a las preguntas amables de Joaquín López Dóriga; todo entonces fue miel sobre hojuelas. Ningún error, ningún traspié, nada que lamentar. La perfección y el abrigo del teleprompter.
La bronca empezaría después. Que no es lo mismo estar entre amigos que salir al ruedo, al mundo real y hostil donde los periodistas no son tan amables ni tan amigos y por desgracia, suelen ser preguntones. Porque a los cuates de la prensa -y claro está, también a una nación en vilo que se apresta a votar- nos interesa conocer de viva voz a quien aspira a gobernarnos; qué piensa, cuál es su posición sobre distintos temas, conocer propuestas, planes de acción, metas a corto, mediano y largo plazo. En fin, queremos saber.
En aras de saber, indagamos. Y cuál no sería nuestra sorpresa en días pasados al enterarnos de que no sólo de libros desconoce Enrique Peña Nieto. Tanto en entrevistas radiofónicas como en conversaciones con rotativos extranjeros -El País, por ejemplo- el mexiquense puso en evidencia que ignora a cuánto asciende el salario mínimo, el precio de un kilo de carne, el kilo de tortilla y otros indicadores. Dichas faltas -a mi juicio, preocupantes- han dejado en el elector la idea de que fuera de los sets de Televicentro, Peña Nieto no funciona, la riega, se traba, es incapaz de improvisar, ser espontáneo y carece de substancia. La banalidad de un protagonista de telenovelas. No son pocos los que se preguntan cómo le irá debatiendo con sus adversarios, mucho más curtidos e implacables y frente a la respuesta, "no saben si reír, llorar o ponerse a rezar". Ya lo dejó en claro el aspirante del PRI: "No soy la señora de la casa", como diciendo "de esas cosas ni me pregunten que no es mi obligación estar enterado".
Bueno pues, ¿entonces de qué sí se vale preguntar? Una contienda sin sustancia, con declaraciones sacadas de contexto, que se centre en los resbalones de los candidatos, de poco servirá. Hay urgencia de entrarle a los temas duros, al peloteo de ideas, al contraste de opiniones. Por desgracia, hasta ahora poco nos dejan saldo las precandidaturas, salvo el pan y el circo. Ojalá que con el paso de los meses podamos pisar el terreno de lo verdaderamente importante.
No, poco podrá hacer Pedro Joaquín Coldwell para salvar a Enrique Peña Nieto de sí mismo y protegerlo del enjambre de fieras que quieren verlo caer. Es hora de definiciones, de que nos deje ver de qué está hecho. Finalmente aspira a la responsabilidad suprema de encauzar los destinos de ciento diez millones de mexicanos. Y sí, ello vale millones de preguntas incómodas. Y sí, estamos a la espera de que las responda y que también hagan lo propio los demás candidatos.
No ser la señora de la casa no es una respuesta válida.
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