Por acá no necesitamos esperar el Viernes Santo para vivir un viacrucis. El camino de la cruz es cualquier avenida, periférico o eje vial de esta capital. Es pasar varias horas de nuestro día atrapados en el tumulto de autos y la espesa niebla de contaminación que producen. Es quedar entre la turbulencia de una tromba que a pesar de aparecer cíclicamente en la temporada de lluvias, nuestras autoridades insisten en llamar "atípica". Es vivir con el ruido de fondo de aviones, patrullas, ambulancias y mentadas que no por habituales dejan de molestar.
Es frustración ante la imposibilidad de detenernos ni un segundo en cualquier calle sin provocar de inmediato un tapón que impide el flujo de quienes nos preceden. No estorbar, es la regla del juego. Me han dicho que de repente en algunos lugares se sueltan las balaceras, y aunque eso todavía no me ha tocado; tampoco lo necesito para experimentar sufrimiento que es el impuesto que pagamos por compartir esta alucinante capital otros veinte millones de seres, unos humanos y otros no tanto.
Debe ser por eso que en esta Santa Semana, en lugar de quedarnos en el recogimiento y la oración que exigen estos días; empacamos hasta al perico y nos largamos cuanto antes a llevar nuestros problemas a otra parte. ¡Caray! Con lo bien que estaría quedarnos a disfrutar del breve intervalo amable que nuestra ciudad ofrece en estos días. ¡Pues no señor! Allá vamos... ¿Y a dónde va Vicente? Pues a dónde va la gente, a saturar carreteras, hoteles y playas. A reproducir en cualquier parte, el mismo horizonte de multitudes que padecemos acá.
El ansioso peregrinaje de las familias: los autos cargados de niños, de bicis y equipaje hasta en el techo, me devuelve a aquellos años en que la conmoción de las vacaciones empezaba con las compras: había que hacer acopio de trajes de baño, toallas, flotadores, bloqueadores. ¿Metiste en la maleta mis shorts de tenis? Sí, respondía yo. ¿Recogiste la raqueta que mandé a encuerdar? ¿Traes gotas desinfectantes para los oídos? Sí, respondía con la sensación de ir saltando con éxito los obstáculos. ¿Traes las llaves del la casa? (por entonces alquilábamos una casita en la playa) Sssi.. ¡NO, las olvidé! Siempre olvidaba algo a pesar de que preparaba con toda anticipación el equipaje de mi familia, incluido el de Chips; el Labrador negro y sabiondo, imprescindible compañero de mis hijos y con quien compartíamos el limitado espacio de la vieja Rambler que teníamos por entonces. Recordar mis olvidos revive la sensación de culpa que me provocaba el reproche implícito en la mirada de mi exposito y las caritas ansiosas de los niños cuando teníamos que regresar a casa por lo olvidado. La mañana de la partida yo me levantaba tempranito a preparar el desayuno, algún refrigerio para el camino, y mientras exposito y los niños me apuraban tocando el claxon desde el garaje; yo ultimaba detalles, cerraba el gas, las ventanas, apagaba las luces... para finalmente subir a la camioneta donde las miradas de todos me acusaban. ¡Ay mami! ¿Por qué siempre tardas tanto? Reclamaba el mayorcito.
En la carretera, los baños sin cambiadores ni facilidades para las madres con niños pequeños; eran una pesadilla. En la playa mis manos no se daban abasto para vestir y desvestir chiquillos, limpiar mocos, trasegar con toallas y pelotas. Por las noches me desvelaba la espalda ardiente de uno, o el dolor de oídos de otro. Por mi culpa, por mi grandísima culpa... sentía yo.
A mis veintinueve años, las demandas de cuatro pequeños hijos me rebasaban. Papi era el rey de los helados y de los clavados. Con él, los niños jugaban y reían, yo en cambio era el sargento: ¡lávense los dientes!, ¡recojan el tiradero!, el perro no puede nadar en la alberca... Cuando por la noche, ahítos de mar y de sol todos dormían, yo como Jaime Sabines me preguntaba: "¿Cuándo la vida me dará un recreo? ¡Carajo! Estoy cansada, necesito morirme siquiera una semana". Pero ni me moría ni nada y seguía atendiendo, cuidando, corrigiendo. Me habían dicho que el rol de una madre era educar a sus hijos, y yo no ignoraba cualquier otra forma de estar en la vida.
Ya crecerán, y habrá tiempo para mí; pensaba. Y como nada es para siempre, los niños se hicieron adultos y ahora puedo al fin tirarme al sol a sorber tranquilamente piñas coladas en la playa, o desparramarme en una tumbona para leer con voracidad y gusto. Y lo que son las cosas, insistentes como las olas, los recuerdos me devuelven aquellos años de niños, de ruido y desorden; como años plenos y felices. Parece que mi memoria ha reescrito una historia familiar gozosa y entrañable que hoy añoro. Está visto que para mí, la vida siempre está en otra parte.
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