EL ESTRÉS QUE VIVIMOS.
Es posible que todos podamos coincidir en el hecho de que en mayor o menor escala, la violencia, la delincuencia, la corrupción, la demagogia, la deshonestidad, las falsas promesas, los fraudes y especialmente la impunidad, como una falta de responsabilidad para enfrentar tales conductas y sus consecuencias, no son experiencias novedosas en el panorama nacional. Se trata de malos hábitos y vicios que durante mucho tiempo han formado parte del sistema social, cultural, político y administrativo en el que vivimos. Aparentemente en el pasado, y al abrigo de ciertos colores, se vivía una supuesta calma bajo un cierto equilibrio que cubría y escondía discretamente todo aquello que se movía bajo el agua, pero que en ocasiones llegaba a surgir a la superficie, sorprendiendo la candidez de una población que intentábamos permanecer ciegos, sordos y pasivos ante tales experiencias. Podríamos sospechar que algo crucial ha sucedido en el país en los últimos años para explicar la ruptura de tal equilibrio, y los cambios radicales que estamos sufriendo, como manifestaciones de una crisis bastante severa, no sólo del orden económico, político y sociocultural en general, sino principalmente como una crisis importante de daño y deterioro psicológico que afecta nuestra salud mental, tanto a nivel individual en mayor o en menor escala, como en los niveles familiares y comunitarios, de acuerdo al caparazón y a las defensas que posea cada individuo o cada grupo social. Es verdad que la violencia ha penetrado profundamente en nuestra sociedad, para inclusive llegar a integrarse como algo cotidiano, como una experiencia más del diario vivir a la que tenemos que habituarnos, que al igual que la contaminación ambiental, se ha convertido a su vez en una especie de nube tóxica amenazante, patológica y peligrosa que nos envuelve y contamina cada vez más. Una nube a la que intentamos reaccionar en estilos diferentes más o menos defensivos y protectores hacia nosotros mismos como individuos o hacia nuestras familias y hacia quienes de algún modo dependen de nosotros en el quehacer cotidiano.
Esos modelos de hombres, mujeres, parejas y familias que forman parte de esta nube tóxica, se asocian y se mezclan entre sí en diversos grados con el otro estilo de modelos mencionados hace un par de semanas, pertenecientes a altos niveles de poder y que también forman parte de nuestra sociedad, con rasgos tan definidos como los primeros, pero separados unos de otros por una sutil y borrosa línea de demarcación, en territorios ambiguos y no siempre fáciles de definir. Por lo mismo, los niveles de violencia, corrupción, deshonestidad, delincuencia, desfalcos, fraudes, y todos esos atentados que pertenecen a esta categoría de acciones, existen igualmente en ambos territorios, a uno y otro lado de la raya, como rasgos patológicos característicos de un sistema sociocultural cuyas raíces se profundizan hasta llegar a niveles genéticos e históricos lejanos y complejos, difíciles de modificar o erradicar sólo a base de buenos deseos, fórmulas mágicas o frases elocuentes.
La realidad es que una nube tóxica tan espesa y de tal magnitud de contaminación, no está formada exclusivamente por ese ambiente amenazador delictivo y violento que vivimos, sino que tenemos que tomar en cuenta que en su constitución, existen otros elementos no menos importantes que contribuyen igualmente a su toxicidad. Se trata de ciertos elementos quizá menos visibles, que se fragmentan y se irradian en partículas o quizá podríamos llamarlas semillas, que de una u otra forma han germinado también en todos nosotros, como miembros y productos de ese sistema sociocultural al cual pertenecemos, bajo cuya influencia hemos nacido y nos hemos desarrollado.