Me encuentro sumamente sorprendido y desgastado al reconocer que casi sin darme cuenta, este domingo he logrado completar cincuenta pequeños capítulos sobre lo que, modestamente, podría considerarse como una novela trágica, increíble e interminable sobre un fenómeno tan esencial en la vida del ser humano, como es el estrés y los niveles tan variables de ansiedad a los que todos podemos llegar al habitar en nuestra época, una sociedad tan acelerada, intensa, contradictoria, contrastante, y a la vez conflictiva como es ésta. Sin duda alguna, vivimos en el presente, en una sociedad que se encuentra inmersa en este ciclo de transformaciones tan radicales, secundarias a una combinación interminable de factores que han coincidido en los últimos años, para estremecernos y arrastrarnos con potentes movimientos telúricos en direcciones desconocidas, inciertas, amenazantes y difíciles de predecir.
En nuestros días, la incertidumbre y la violencia legalizada o ilegal se presentan como fenómenos paralelos y cotidianos productores de estrés y de una gran ansiedad pública, al entremezclarse entre sí como elementos esenciales de esa toxicidad ambiental que compartimos y estamos respirando, una contaminación que se extiende en múltiples direcciones hasta llegar a todos los rincones de nuestra sociedad, aun en los menos creíbles, hasta afectarnos a todos en forma individual, familiar o grupal en mayor o menor grado. ¿Cómo podemos detectar el efecto de tanta contaminación y toxicidad en nuestra vida diaria, en nuestras labores, en nuestras conductas, en nuestros pensamientos y emociones, en nuestras relaciones personales y en general en nuestro cotidiano estilo de vivir? Nos estamos convirtiendo en individuos cada vez más escépticos, incrédulos, desconfiados, decepcionados, irritables, intolerantes, egoístas, ansiosos, agresivos y hasta inclusive más violentos o explosivos en ocasiones. El miedo nos torna en sujetos presumidos, fanfarrones, soberbios, prepotentes, mentirosos, impacientes, envidiosos, ambiciosos, fraudulentos, informales, irrespetuosos y hasta abusivos del espacio, de la integridad y de los derechos de los demás, al grado de buscar descalificarlos, desbancarlos, humillarlos y aprovecharnos de ellos, para robarles sus posesiones, sus posiciones o los privilegios que han logrado con su trabajo y con su esfuerzo. Al parecer, las relaciones personales se tornan igualmente más conflictivas y difíciles, lo mismo en las parejas, en las familias o en los grupos sociales y de trabajo, en las que se pierde ese espíritu comunitario, unánime y cohesivo de equipo que parece difícil de lograr para unificarnos, excepto quizás cuando acudimos a gritar en los partidos deportivos, a cantar y rezar en las peregrinaciones, o en aquellos casos que llegamos a enfrentar un temblor o alguna otra catástrofe natural, por las que nos sentimos castigados por Dios. Definitivamente, nuestros niveles de educación son primitivos y todavía estamos lejos de aprender a desarrollar y compartir ese espíritu cívico de respeto, unión y hermandad como ciudadanos que somos de una comunidad, para lograr objetivos afines que nos beneficien a todos, ya que al parecer y desgraciadamente, se tiende a buscar el beneficio personal aprovechando los puestos de poder para sacarles partido, aunque ello signifique traicionar y torcer los principios humanos más esenciales, para entonces saltar sobre los demás bajo esas falsas máscaras de generosidad, piedad, dedicación, sacrificio y una ayuda comunitaria que no es tal en el fondo. ¿Acaso es ello parte de la herencia cultural que portamos, de la educación insuficiente que hemos recibido, de esa contaminación emocional tóxica que invade nuestro ambiente, o quizás se trata de una combinación global de todos estos elementos y otros más? (Continuará).
