EL ESTRÉS QUE VIVIMOS
Tratar de comprender, explorar o resolver este fenómeno social autodestructivo, tan amplio, tan complejo y tan profundo como es el que estamos viviendo, sería una labor titánica e imposible para una sola persona. Definitivamente, no es nada sencillo intentar comprender el porqué de ese afán compulsivo por demoler y arrasar todo lo que hemos logrado hasta el presente y que se ha construido a través de los siglos, para regresar a mantener niveles de barbarie e ignorancia tan primitivos y tan sin sentido como ésos a los que estamos llegando. Mentirnos, insultarnos, robarnos, defraudarnos, pisotearnos, abusar unos de otros, agredirnos y exterminarnos a nosotros mismos como hermanos que somos y que supuestamente pertenecemos a una misma familia, de raíces y orígenes semejantes, tampoco es algo fácil de discernir, traducir e interpretar, puesto que implica el conocimiento de un estilo de lenguaje bastante lejano, sumamente salvaje y altamente rudimentario. Parece increíble reconocer que seres humanos aparentemente pensantes logren descender a tales niveles de primitivismo cavernícola y canibalístico, en los que desgraciadamente se ha perdido ya todo rasgo humano y pensante que creíamos haber conquistado. Me parece que para entenderlo, tal vez sería necesario un equipo muy completo y variado de expertos profesionales especializados en muy diversas áreas del estudio del ser humano, que se complementaran entre sí y que como grupo quizás fueran capaces de lograr un objetivo semejante, no sólo como uno de esos sólitos ejercicios publicitarios políticos demagógicos y burocráticos a los que estamos tan acostumbrados, cuyos resultados suelen registrarse y archivarse para la posteridad, como otro requisito más para llenar estadísticas, útiles para la siguiente campaña electoral. Más bien se requiere de un esfuerzo genuino, verdaderamente práctico y dinámico que ayude a diagnosticar con amplitud y profundidad este fenómeno, para luego poner en marcha un verdadero programa de tratamiento con las soluciones necesarias, algo que posiblemente sería demasiado pedir para un sistema y un estilo de organización tan fluctuantes e inestables como las que poseemos, y que quizás rebasaría nuestras prácticas más tradicionales.
En una época tan crítica como la que estamos viviendo, en la que además el dinero de las arcas públicas se desaparece, se desperdicia o se derrocha en tantas direcciones tan extrañas, ilógicas, nebulosas y poco convincentes, avaladas a su vez por cuentas que impunemente aparecen sin claridad y sin explicaciones, sería imposible o muy cándido de mi parte, esperar que se formara un equipo especializado semejante que nos diagnosticara como sociedad y consecuentemente lograra poner en marcha un plan de tratamiento efectivo y adecuado para todos los mexicanos, a pesar de que nuestra salud mental se encuentra en medio de un juego peligroso. Esperar algo así, sería tanto como regresar a la infancia y soñar con un equivalente romántico del simbolismo mágico de Santa Claus o de los Reyes Magos, especialmente cuando nos damos cuenta que los fondos públicos ni siquiera son utilizados para satisfacer las necesidades más básicas de educación y de la construcción de escuelas, o del mantenimiento cotidiano de ciudades y regiones como la nuestra, que aparecen olvidadas, descuidadas, deterioradas y más polvorientas y sucias que de costumbre.
Si todavía no hemos podido desarrollar ese espíritu comunitario de apoyo y unión entre nosotros para sobrevivir como región, como país y como sociedad, tenemos que pensar entonces en nosotros mismos como individuos y como familias para encontrar las medidas necesarias para protegernos de la intensidad de ese estrés al que estamos expuestos (Continuará).