E L asesinato del alcalde panista de La Piedad, Michoacán, Ricardo Guzmán Romero, el pasado miércoles 2 de noviembre, es el enésimo crimen político perpetrado en medio de un proceso electoral y en la víspera de la misma jornada electoral, en este caso 11 días antes de la celebración de los comicios.
Obvio que éste no impacta el proceso electoral, de manera tan determinante, como el cometido hace año y medio en Tamaulipas, en contra del candidato tricolor a la gubernatura, Rodolfo Torre Cantú, pero igualmente indica el clima de violencia y la falta de garantías para celebrar procesos electorales democráticos.
Lamentablemente en los últimos años éste ha sido el común denominador, particularmente en entidades dominadas por el crimen organizado, como es el caso de Michoacán: la designación de candidatos se celebra bajo presión de los cárteles, que amenazan y atacan a aspirantes que consideran enemigos; los candidatos no pueden desplegar libremente su campaña electoral, pues hay amplios territorios que son dominados por la delincuencia organizada y, en el mejor de los casos, únicamente pueden llegar con una fuerte protección policiaca o militar, lo cual limita en buena medida el contacto con la ciudadanía; en distintos momentos del proceso electoral se perpetran homicidios contra miembros prominentes de la clase política local, en algunos casos candidatos, en otros integrantes de los equipos de campaña de alguno de éstos o dirigentes partidistas y, todavía en otros, autoridades electas o designadas; y, finalmente, los electores no pueden ejercer el voto libre y secreto, pues temen ser víctimas de la violencia que permea en toda la entidad o no tienen opciones reales, ante las imposiciones de candidaturas.
Así sucedió, entre otras entidades, en Oaxaca, Guerrero, Tamaulipas y, ahora, Michoacán. Y la respuesta de las autoridades estatales y electorales es siempre la misma: sí hay garantías; se tomarán las medidas necesarias para proteger a la ciudadanía; invitar a que la ciudadanía exprese su indignación en las urnas; y, desde luego, normalmente surge inevitablemente el intercambio de culpas entre el gobierno federal y el estatal. Además de que el partido y los candidatos del más afectado, particularmente si es de oposición en el Estado, buscan sacar el mayor provecho político electoral del incidente e incrementar por esa vía las preferencias electorales a su favor.
Al día siguiente del homicidio el Procurador de Justicia de Michoacán, Jesús Montejano, reconoció que ellos habían identificado lo que llamó seis focos rojos, pero entre ellos no se encontraba La Piedad, así que después del asesinato se convirtieron en siete, según declaró a MVS Radio. Precisó "Nosotros teníamos identificadas seis áreas de cuidado en los 113 municipios, ahora se nos suma esta de La Piedad y debemos estar al pendiente".
Pero obviamente nunca reconoce que hay territorios importantes de la geografía estatal donde el crimen organizado ya suplantó muchas de las funciones del Estado: cobra protección (seria como el pago de impuestos), garantiza la seguridad de quienes acceden a sus chantajes (otorga seguridad a quienes les pagan) y, hasta imponen su ley, pues son sus normas las que rigen en dichos espacios. Obvio, en dichas, zonas ellos son quienes designan a las nuevas autoridades, aunque formalmente permitan la celebración de las votaciones, pues en los hechos los ciudadanos no tienen la libertad de elegir. Esa es la realidad pura y dura.
Y lo peor es que es lo mismo que se vive a nivel país y lo que se ha vivido a nivel estatal son simplemente adelantos de lo que nos espera en los próximos meses al arrancar formalmente los procesos de selección interna de los candidatos a los distintos puestos de elección popular, a partir del próximo 18 de diciembre.
Aunque hay suficientes elementos para afirmar que los cárteles todavía no pueden imponer su voluntad en la elección presidencial, la situación es muy distinta a nivel de ámbitos territoriales más limitados: gobernadores, alcaldes y legisladores en todos los niveles. Y de hecho los ejemplos de detenidos por vínculos con los grupos delictivos que fueron o son candidatos a puestos de elección popular abundan, aunque en algunos casos las acusaciones no se han podido sostener ante el Poder Judicial.
Reconocer la realidad por más dura que ésta sea es el primer paso para poder modificarla y éste es uno de los grandes obstáculos que enfrenta la vida democrática nacional. Ni gobernadores ni el presidente se atreven a aceptar su grado de vulnerabilidad y, por lo tanto, tomar medidas extremas; al contrario continúan con sus evasivas y eufemismos, que en nada contribuyen a restablecer el orden en el país.
En 1997, como Consejero Electoral del Consejo General del Instituto Federal Electoral, acudí en varias ocasiones a Chiapas, estado que en aquel entonces era un polvorín, tanto por los zapatistas como por los llamados desplazados. Todos los actores políticos, incluyendo al PRI -que en ese entonces era gobierno en la entidad- advertían al respecto; pero al platicar con las autoridades estatales, incluyendo al mismo gobernador César Luis Ferro el panorama era totalmente distinto, ellos se encontraban en una burbuja que nadie compartía. La burbuja reventó en diciembre, de ese mismo año, con la matanza de Acteal.
Hoy todavía es tiempo de reconocer cruda y realistamente la situación nacional y en función de ello establecer una estrategia adecuada para garantizar un proceso electoral pacífico y democrático, que puede incluso implicar que haya estados o regiones en las que se posponga la celebración de los comicios; pero mantenerse en su discurso y pretender construir discursivamente una realidad inexistente en nada contribuye a ello.