¡Tenemos bien localizado al enemigo!: la tendencia a la codicia y a la ambición más desenfrenada, el egoísmo que todo lo arrasa, la exagerada laboriosidad que mata por las enfermedades cardiovasculares que provoca, todo esto está impreso en nuestro Código Genético.
La tendencia a la “propiedad”, como el instrumento más seguro a fin de apagar nuestro miedo a morir de hambre, ha sido el motor fundamental del “capitalismo salvaje”. El instinto a la propiedad y a la riqueza, es eso, un “instinto”, y en tal sentido, es absolutamente animal. Y lo sustancialmente “animal” nada tiene que ver con el mundo de los valores del espíritu.
El miedo a morir de hambre lo tenemos impreso en nuestro Código Genético desde hace millones de años, muchísimo antes de que apareciera el Homo Sapiens. El hambre primigenia de nuestros ancestros comunes de hace seis millones de años, causó estragos en todos los monos y primates, y por supuesto, en la especie humana, una de las 193 especies de monos y primates que viven hoy en día.
El hambre, y el miedo a morir por falta de alimento, dispararon las fuerzas más agresivas, sanguinarias y crueles de nuestros ancestros y del Homo Sapiens. Si no hubiera disparado estas fuerzas, al menos, el Homo Sapiens se hubiera extinguido.
Pero no todo fue crueldad, asesinos y sobrevivir. Inclusive, las otras 192 especies de monos y primates cambiaron sus comportamientos sanguinarios por sentimientos de ayuda a su grupo. Su mismo instinto de conservación fue guiando a estas 192 especies de monos y primates (y también a la nuestra, del Homo Sapiens) a conductas de compañerismo, compasión y cariño entre ellos. ¿Qué pruebas tenemos de que así fue? Los científicos de este tema ya lo han demostrado. Y además, si no hubiera sido así, no existirían hoy en día estas 193 especies. Permanentemente estamos presenciando las consecuencias cuando emergen en las comunidades el miedo al hambre y a perder la “propiedad”, como instrumento de seguridad contra esa hambre original. Jamás veremos una guerra moral ni un comercio altruista. Actualmente en Sudán, el país más extenso de África, han perdido la vida en la guerra civil de esa nación, más de dos millones de personas en los últimos diez años. Y en el comercio, lo más frecuente es el acaparamiento de productos de primera necesidad, a fin de crear una “escases” artificial, y con ello, aumentar los precios. O qué decir de la sobreproducción de millones de toneladas de granos, que prefieren los productores y comerciantes, tirarlos al mar o quemarlos, pues de lo contrario, los precios bajarían.
Por fortuna no todo en los asuntos humanos es cuestión del “instinto de conservación”. Los bienes de la cultura como la pintura, la música, la literatura, ejercen un poderoso efecto para ir modelando nuestro cerebro a las necesidades del medio ambiente. ¡Es cierto, que los genes influyen en nuestra conducta, pero es cierto también, que nuestra conducta modifica nuestros genes! Esto nos lo dicen las más recientes investigaciones de neurobiología.
Nadando en medio de las ciegas fuerzas de nuestro “instinto de conservación”, también moramos en costas y montañas, donde florece la filosofía, el arte en todas sus manifestaciones, y una insaciable sed por los valores espirituales. He insistido muchas veces en esta columna, que nuestra inteligencia y las fuerzas de nuestra alma ejercen poderosos efectos en nuestra conducta humana. Y uno de esos efectos consiste en ir extirpando de nuestro espíritu, la codicia y todo egoísmo enfermizo que despierte nuestro primigenio “miedo a morir de hambre”.
Por ejemplo, estoy convencido que nuestra enferma sociedad moderna y posmoderna del hiperconsumo, tiene su motor en el miedo a morir de hambre. Esto quiere decir, que nuestro “salvaje capitalismo” deriva del instinto de conservación y nunca, de la expansión de nuestros valores espirituales.
Voy a dar un ejemplo: hace unas semanas apareció en el New York Times, el periódico más influyente de los Estados Unidos y con seguridad del mundo entero, un artículo de un experto en economía de ese país. En ese artículo se demostraba que el uno por ciento de la población norteamericana, se queda cada año, con el veinticuatro por ciento de la riqueza que cada año se produce en ese país.
Cuando se nos demuestra que México es la primer nación del mundo en desigualdad económica, nos daremos cuenta que el “capitalismo salvaje” está destruyendo todas las bases de la sociedad mexicana, y lo que es peor, que está privando el “instinto de conservación” que nuestra cultura histórica, la solidaridad, la compasión, y las dimensiones del espíritu. Estoy convencido que cuando caigamos en la cuenta (por ejemplo, en México, nuestro país) que mientras se dé el imperio de la competencia económica desenfrenada, el egoísmo que permite que unos cientos de familias sean los dueños del noventa por ciento de la riqueza mexicana, jamás nuestra nación podrá acceder a los niveles de una sociedad donde priven los valores del espíritu. Por esto, y más que por otra cosa, la educación es la tarea fundamental por construir en nuestra nación.
No es una educación para enriquecernos más, sino para repartir con inteligencia social y con ética pública y privada los bienes de nuestra economía. Una educación que transforme las redes neuronales de nuestro cerebro, a fin de apagar el “instinto de conservación” y adoptar nuevas conductas de solidaridad, compasión y amor.
Si el “instinto de conservación” permitió la sobrevivencia de nuestra especie humana, los valores del espíritu reconformarán todas las redes sociales para que nuestros cerebros se adapten y anhelen una vida económica mesurada, deseen la primacía de la verdad, de la bondad y de una óptima igualdad social.