Admiramos, cuando alguna cosa hermosa o extraordinaria nos causa placer. Siempre que admiramos algo, lo contemplamos con sorpresa, entusiasmo o deleite, y porque lo consideramos noble.
En el terreno de las relaciones humanas, siempre amamos a los que nos admiran, o al menos, nos despiertan una viva simpatía; pero no siempre amamos ni les guardamos simpatía a aquellas personas que admiramos. Y es que, si alguien nos admira, acaricia nuestro orgullo y nos sentimos valorados. En cambio, podemos admirar ciertas cualidades de una persona no sólo no sintiendo el menor afecto por ella, sino sintiendo envidia.
Cuando admiramos a alguien, inconscientemente creemos que el admirado se nos parece en algo, y la realidad, es que eso es cierto. y si aborrecemos a alguien, abrigamos la certidumbre de que no goza de ninguna de nuestras cualidades, ni nosotros guardamos con esa persona el más mínimo parecido.
Si admiramos mucho a una persona, siempre quedamos deslumbrados, pasmados y fascinados por los rasgos que consideramos tan valiosos. Y de ninguna manera, los que admiran, son o se sienten inferiores. Aun entre personas de relevantes capacidades, se da la admiración más pura.
Alejandro Magno admiraba al Aquiles de Homero, y Julio César llegó a llorar por los triunfos de Alejandro, cuando César aún no alcanzaba el poder. Napoleón era admirado en toda Europa y aun por sus enemigos, pero rara vez expresaba su admiración por alguien, y se refería con desdén a los oficiales de su ejército que gozaban de tener mucha suerte con las mujeres, y es que Napoleón siempre deseó este rasgo.
El no ser capaces de admirar a algunas personas, ni capaz de sentirse admirado por las grandes bellezas de la naturaleza o por las geniales obras de pintores, escultores, músicos, literatos, gobernantes, es que padece más que de envidia, de una incapacidad para valorar lo sobresaliente y noble.
Las personas muy admiradas pueden ir dejando de serlo, pues el tiempo desgasta la admiración para algunos, y lo que más destruye esa admiración es el trato frecuente entre el admirador y el admirado. Napoleón decía, que ningún hombre grande lo es para su ayudante personal. La admiración no se da gracias al raciocinio lógico, que llevó a cabo el admirador sobre las cualidades del que admira. La inteligencia del admirador y del admirado, no es lo relevante, sino factores emotivos y espirituales.
¿Cuándo admiramos el genio de Julio César, la divina composición musical de Mozart, las esculturas que por vez primera con el escultor Fidias parecen que están vivas, qué operación realiza nuestra inteligencia? Ninguna.
Y es que el ser humano abarca mucho más que su sola capacidad de razonar. La música, la poesía, los personajes llenos de vida creados por Shakespeare, están conectados con lo más noble y sublime de la vida. Una novela puede cambiar radicalmente nuestra vida, como igual nos puede suceder escuchando a Beethoven, o leyendo un genial cuento de Chejov. Y si cambiamos, no es por las poderosas inteligencias de estos genios, sino gracias a que su capacidad artística nos pudo conducir a descubrir por vez primera, facetas de la vida que jamás habíamos percibido y que ni hubiéramos podido percibir sin el toque mágico de los artistas incomparables.
Y es que el arte traspasa la inteligencia y toca el alma. Por eso nos admiramos ante la belleza de la naturaleza, ante las grandes producciones del espíritu humano y ante personas que nos pasman por su alteza de miras y por sus nobles propósitos.
Admirar los méritos de los otros debe resultarnos muy reconfortante, ya que es imposible que podamos admirar a alguien si no gozamos de algún mérito propio. No que gocemos de sus mismas cualidades ni en vastedad ni en intensidad, pero sí que seamos compañeros en rasgos de nobleza. Algo han de tener de divinos nuestro ojos cuando son capaces de percibir la divina luminosidad del firmamento.
Es imposible que podamos admirar a alguna persona si carecemos de generosidad. No existe la admiración intelectual y objetiva y sin simpatía. Toda admiración está impulsada por la generosidad, y por ello, podemos afirmar que toda admiración es una generosidad admirativa.
Si somos capaces de abrir nuestro corazón para poder admirar a tantas personas que son admirables, podemos crecer espiritualmente de una manera enorme: es como si a nuestra alma se le adhirieran nuevas capacidades. Pues toda persona admirada por su nobleza y por sus hechos valiosos, es una fuente inagotable que nos impulsa a luchar siempre por lo bueno, lo bello, lo noble y lo verdadero.
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