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PALABRAS DE PODER

CONFESIONES DE UN DESENCANTADO

JACINTO FAYA VIESCA

Hasta la joya más bella, al verla por tercera vez, ya no nos parece tanto.

¡Ay!, vicio maldito el mío, que la costumbre no me permite seguir apreciando las cosas en su justo valer.

Pobre de ese joyero inexperto que mostraba a sus compradores sus bellísimas gemas, admirándose éstos sólo de las primeras. El joyero iba mostrándoles sus joyas, cada una con más pureza y valor que las anteriores, pero los compradores a cada joya de mayor valor, más la demeritaban.

El joyero no entendía lo que pasaba, hasta que uno que nada iba a comprar le dijo: debiste haber mostrado sólo unas pocas, ¿pues qué no sabes que la abundancia rebaja el valor de las cosas? Entre más finas tus joyas, menos te ofrecían por ellas. La abundancia de belleza y de valor les mató la novedad. ¡Sólo lo raro y escaso causa admiración! El joyero se retiró sin haber vendido nada.

¡Deseo maldito de novedad! La mujer de nuestro prójimo nos gusta más que la nuestra. La otra orilla del río nos parece mejor que en la que estamos. El amigo valioso ya no nos parece tanto, pues podemos verlo cuando queramos.

"Lo que vemos todos los días no nos admira, aunque no sepamos por qué sucede", escribió Cicerón.

Somos amantes apasionados de la novedad, aun y cuando "La apetencia de cosas nuevas guía al hombre a extremas angustias", como lo escribió San Agustín.

Admiro y envidio a las personas - siguió hablando el desencantado - que cada día se deslumbran ante las bellezas de la Naturaleza. Parece que por vez primera advirtieran la existencia del astro rey, de ese sol que les fascina en su cénit, pero también cuando se retira a dormir. Se alborozan cuando la aurora anuncia su salida con un color rosado que pinta el firmamento.

¡Qué tristeza! Llegamos al mundo gustándonos todo: los rostros de nuestros padres, el sonido de las sonajas en nuestra cuna, los sabores de la comida. Y más tarde, quedamos como encantados ante la magnificencia de una flor, ante el bellísimo sonido de un arroyo. El vuelo de los pájaros nos sorprende. Y más adelante, si somos varones, nos quedamos paralizados y atónitos ante la esplendente belleza de la mujer. Nos parece que los dedos rosados del sol colorearon las mejillas de las mujeres.

¡Ay!, pero qué desgraciado soy. La costumbre de ver tanta belleza extinguió mi capacidad de asombro. Siento como si mi vista y mi corazón se hubieran corrompido. Antes, estallaba de júbilo mi corazón, pero ahora, mis retinas y mi sangre sólo quieren las novedades.

Recuerdo cuando veía a mi cónyuge con un gusto apasionado. ¡Ya no! Sé que enfermamente creo que las bellezas están en otra parte.

No olvido cuando a mis hijos recién nacidos los veía como un milagro de la vida. Sus nuevos gestos, sonidos y "gracias" me conmovían hasta lo más profundo del alma. Pero el tiempo pasó y se robó a la novedad. Mis hijos crecieron, y donde veía sonidos y gestos encantadores, ahora veo defectos y fealdades.

Cuando eran niños se me antojaba acariciarlos, abrazarlos, besarlos y decirles que mi amor por ellos no cabía en el universo. Ahora, ya no los abrazo, los beso ni les digo que los quiero. Los regaños, advertencias y amenazas son lo diario.

El milagro del nacimiento de mis hijos - siguió hablando el desencantado -, es un hecho que continuamente sucede en todas partes, por lo que ya no es milagro, sino dificultad y compromiso.

Me pareció un prodigio el ser su padre, guía y protector. Y mi preocupación por mis hijos la creí gloriosa. ¡Ya no! La falta de novedad me ha hecho frío y me ha hecho pensar ¿qué de glorioso tiene el educar a mis hijos, si lo hago siempre? Y es que ya me di cuenta que lo que hacemos con facilidad (aun cuando sea sublime y grandioso), lo terminamos envileciendo.

No he aprendido la lección del astro rey: el sol, con su enorme sabiduría, se oculta y hasta que la aurora ha terminado con la noche, vuelve poderoso y lleno de luz. El sol sabe que si no se ocultara y siempre estuviera iluminando, al tercer día los humanos no advertirían su presencia.

Después de mucho lamentarse y llorar, el desencantado se propuso investigar qué habían hecho sobre este particular los hombres más sabios que habían existido, a fin de seguir "encantados" y maravillados como les sucedió al principio de sus vidas.

La respuesta la encontró en la gente sencilla, que siempre es la más agradecida. Poetas sensibles le dieron la respuesta, pues los corazones endurecidos no saben nada de amor ni de ternura.

Rechazó la teoría de los soberbios y de los potentados, quienes están convencidos de que el mundo se hizo para ellos, por lo que nada les asombra.

Al final, logró algunas fundamentales ideas. ¡Ya sé!, dijo. Lo primero que tengo que hacer es reflexionar y usar mi Imaginación. De ahora en adelante, me imaginaré que de pronto he llegado al mundo por vez primera. Y aun cuando sea un joven o adulto, miraré las cosas con mis ojos y corazón de niño.

Pasearé por los campos, quedaré absorto ante las montañas, la lluvia y la nieve. Contemplaré el tachonado firmamento con una deslumbrante admiración. Volveré a quedarme extasiado ante la belleza de la mujer. Disfrutaré a mis amigos como si apenas los acabara de conocer.

Veré el rostro de mi esposa con los ojos de amor que una vez la vi. A mis hijos, aun cuando sean adolescentes o jóvenes, los veré en su comportamiento con sus gestos y gracias de niños. Sé que les puedo volver a hablar con amor y ternura. Los abrazaré, besaré y llenaré de mimos como las primeras veces.

¡El deseo maldito de "novedad" destruyó parte de mi vida! Pero con mis nuevas actitudes, palabras y conductas, le arrancaré al cielo un pedazo y lo disfrutaré con la Naturaleza, mi vida y la vida de mis seres más queridos.

Jacintofayaviesca@hortmail.com

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