En Un Pequeño Pueblo, Bajó Del Cielo Como Un Relámpago, Un Dios Del Olimpo. Asombrados Por La Novedad, La Gente Que Ahí Se Encontraba Le Preguntaron Al Dios Qué Es Lo Que Quería. ¡Quiero conocer a personas sabias, prudentes, a hombres dedicados a las artes y a la difícil tarea de esculpir sus almas! ¿Dónde los podré encontrar?
Lo que no encuentres en este pueblo, no lo encontrarás en ninguna otra parte de la Tierra - dijeron los que estaban presentes -, ya que todos los hombres somos muy parecidos: volubles, cambiantes, vamos a lo nuestro, y todos nos parecemos a las olas del mar: nos inclinamos a un lado, luego al otro, nos inflamos como sapos cuando las olas nos llevan en sus crestas, y nos llenamos de miedo cuando las olas nos sumergen y nos golpean contra la arena del fondo.
¿Y los que esculpen sus almas con el cincel de la bondad y la virtud, dónde están?, -replicó el dios. ¡Sí los hay - dijo la gente-, pero son muy pocos y muchos son los hombres que poblamos la Tierra! ¡Y además, te vas a confundir -le siguieron diciendo-, ya que verás a mucha gente afanosa y preocupada!, haciendo lo que no deben, ocupándose de tareas que no les gustan, trabajando de médico el que nació para agricultor, el que ama la albañilería haciéndole de comerciante, y todos trabajando como si sus oficios les hubieran sido impuestos al forzarlos a meter la mano en una tómbola.
¡Ya entiendo, dijo el dios: entre más se mueve el hombre más se confunde, y nunca está contento con nada! ¡Lo entendiste a la perfección, le contestó la gente: de todo estamos descontentos y en ninguna parte hayamos nuestro lugar! Los casados deseamos separarnos, los solteros quieren casarse, el rico se queja de su riqueza que ya lo volvió jorobado, y el codicioso anhela, si fuera posible, hasta un Reino.
¡Aun así, quiero conocer a hombres eminentes, que seguramente habitarán en otros pueblos! Un hombre entrado en años, le contestó: búscalos en las playas jugando con sus nietos. Ahí les construyen castillos, aunque viéndolo bien, son castillos que construyen para ellos mismos, como si un pequeño sueño les curara su inconformidad. Por esto, los nietos con un manotazo destruyen el castillo, lo que no hacen los abuelos, pues son sus castillos de sueños.
¡También los puedes buscar en las nubes -le dijeron al dios-, pues su insensatez los llevan a subirse a ellas, y una vez recostados en sus suaves algodones, ya no quieren bajarse!
Otros - continuaron hablándole al dios-, en vez de trabajar y esforzarse, fabrican sus sueños una vez que están montados en la Luna. Los más ambiciosos soñadores, quieren subirse hasta el cuerno de este satélite. Nunca alcanzan lo que su flojera soñadora les exigen, pero siempre culpan a la Luna. Dicen: es que la Luna no nos fue propicia. A veces, nos cegaba con su luz cuando estaba llena; otras veces, su fase menguante nos deprimía, y en ocasiones, los vientos nos arrastraban a su cara obscura donde jamás pudimos ver la luz.
¡Ya voy entendiendo, dijo el dios del Olimpo!: unos quieren escalar, pero otros les tiran la escalera o los jalan de las piernas. Todos creen ir por el bien tan ansiado, pero en su loca carrera se atropellan unos a otros, se pisan, avientan y jalonean. ¡No entienden, que hay bienes para todos, sólo que su miedo y envidia les impide reunirse para ayudarse unos a otros!
¡Y lo más lamentable de todo esto -siguió hablando el dios-, es que no aprenden de sus errores, no escarmientan, se tropiezan mil veces con la misma piedra! ¡Y tú, dios -dijeron los hombres, que deseabas conocer a personas eminentes y a escultores de sus propias almas, qué decepción te has llevado!
¡Qué difícil es comprender a los hombres, dijo dios: la Naturaleza les dio una tierra firme con árboles, frutos, pastos y animales! Y en cambio, prefieren embarcarse y surcar mares tumultuosos hambrientos de tragarse de un bocado a hombres y embarcaciones. Pero la codicia por traer materias primas valiosas, hace que abandonen a sus preciosos hijos, esposa y amigos.
"Pocas cosas bastan para hacer feliz a un hombre sensato, pero nada puede satisfacer a un necio: por eso son desdichados casi todos los hombres" - escribió el moralista francés, Francois de la Rochefoucauld.
"Cualquier hombre puede equivocarse, pero únicamente los necios perseveran en el error" -escribió Cicerón, contemporáneo de Julio César.
¡Ya veo, dijo el dios del Olimpo - la presunción de los hombres no les permite oír las risas de burla de los otros! Le sucede lo que bien advierte el poeta Horacio: "El pueblo me silba, pero yo me aplaudo".
"El autor alaba su obra", escribió Ovidio, aunque los demás la vituperen.
¡Qué frágiles son los hombres: los que ayer apenas tenían para comer, hoy desean un palacio! Al que nadie conocía ayer y hoy es conocido, desconoce a todos.
¡El dios del Olimpo se despidió turbado y confuso. Apenas podía dar crédito a tanta frivolidad, imprudencia, insensatez y ligereza de los hombres!
¡Creemos, que el dios del Olimpo no tendrá deseos de regresar a la Tierra, comentó la gente!