Ú Ltimamente he estado leyendo documentos de finales del siglo XIX, y me sorprende el abismo que hay con el mundo actual. Parece mucho tiempo, pero en realidad no lo es tanto: más o menos es el tiempo en que unas cuatro generaciones se desarrollan, pero es indiscutible que en esos siglos se han experimentado cambios de manera brutal. Piense, por ejemplo, en las deficientes comunicaciones que se tenían a principios del siglo XX con los primeros teléfonos y las posibilidades que hoy ofrecen algunos aparatos de ver y oír a familiares, amigos o clientes, hasta otro continente y sin costo (exceptuando el del aparato, claro). A quienes nos tocó disfrutar Los Supersónicos en los años sesenta, nunca pensamos que sus teléfonos se harían realidad. Nuestros antepasados vivieron con emoción la llegada del cine a fines del XIX y ya luego en el XX, de la radio, la televisión y la Internet, que ha transformado radicalmente nuestras vidas. Es imposible vivir ya sin la red.
La familia es otra institución que ha sufrido alteraciones complejas. De la convivencia entre abuelos, padres, tíos, sobrinos, nietos en un mismo hogar, pero comandadas por los patriarcas, se pasó a las familias nucleares en que las relaciones de pareja se flexibilizaron por el impacto del feminismo, la píldora anticonceptiva, la introducción de la mujer al mercado laboral, la incorporación de los padres a cambiar pañales y en las que se decide el número de hijos. Este tipo de familia coexiste con las monoparentales y las formadas por homosexuales.
Resulta casi increíble que a fines del XIX se exhibiera a las personas con "malformaciones" en circos y ferias, igual que a los animales: siameses, mujeres "barbudas", personas con tres piernas, hombres "lobo", mujeres y hombres gordos o flacos, gigantes y enanos. Lucía Zárate, una mexicana que vivió a fines del XIX, era una importante atracción del circo Barnum, en Estados Unidos, pues medía tan sólo 50 centímetros. Sin embargo, las personas que hoy nacen con alguna alteración en su cuerpo, entran al terreno de la ciencia médica y culturalmente hay menos posibilidades de que sean ridiculizados: quien pretenda hacer un "chiste" sobre ese asunto actualmente, pasa por alguien que desconoce los derechos humanos. Ahora, también se aboga por los animales.
Hace algún tiempo, escudriñando las páginas de este periódico de los años sesenta, me encontré que una buena cantidad de funerales en Torreón se realizaba en las casas de los fallecidos. Hoy sería difícil, pero hace algunas décadas impensable que el fallecido no pasara las últimas horas antes de su entierro en su casa. De alguna manera, sacar a nuestros muertos a un espacio ajeno, aséptico, supone un distanciamiento, una objetivación en la que ya no hay relación de los sujetos vivos-muertos implicados, como parece que sí la hubo hasta la década mencionada...
Traigo esto a colación porque quisiera comentar una idea que alguno de mis profesores expuso en alguna ocasión y me pareció sumamente interesante: la escritura de la historia, decía, sirve para "pegar" en los tiempos modernos, el pasado con el presente. En estos últimos dos siglos y lo que llevamos del XXI, en que los cambios han sido frenéticos, se olvida con facilidad cómo eran las cosas, mientras que antiguamente las transformaciones se sucedían con tal lentitud, que las generaciones podían ir incorporando aquello que se modificaba. Visto así, los historiadores serían una especie de sastres o costureras, que recomponen, pegan, zurcen, remiendan los trozos de alguna prenda que se ha roto (el pasado con el presente) y que quizá todavía mantenga unos hilitos para unirlo y dotarlo de sentido (o volver a usar la prenda, si seguimos con la metáfora sastreana). Con otra simbolización, también la historia puede ser el puente que une, que rellena el espacio para poder pasar de un espacio a otro, para saber por qué somos como somos.
Por eso es importante recuperarla. No sólo la historia de los héroes, que bien nos ayuda a situar las preocupaciones políticas de nuestros antepasados, pero también aquella que forma parte de la vida cotidiana (ya mencionamos algunas: la familia, la muerte, la comunicación, las percepción de las personas con alteraciones físicas; pero también están las relaciones entre padres e hijos; entre la pareja, entre profesores y alumnos; las transformaciones de la educación misma; de la maternidad y paternidad; de la alimentación, de las formas de ver el cuerpo al que hoy demandamos nuestra identidad...). Tendríamos que historiar, por ejemplo, las mutaciones con respecto a nuestra percepción del espacio y la geografía: cuenta Eduardo Guerra que a finales del XIX los laguneros recién casados salían de la Comarca Lagunera con las caravanas y que "La demora en el regreso era tan grande en algunas ocasiones, que cuando volvían los novios ya traían en brazos a los primeros hijos". Es difícil imaginar esto para alguien que sale a México por la mañana y regresa a Torreón por la noche.
Quizá es importante contar a los niños de cinco o seis años, a los que en su corta edad han oído experimentado de una u otra manera la violencia, que nuestra región era distinta, pacífica y emprendedora. No como algo mítico o irreal, sino como algo recuperable.
No queremos conocer la historia para volver al pasado, pero sí para reflexionar qué se ha perdido y qué se ha ganado; qué es aquello que queremos conservar y lo que tenemos qué transformar.