Pasión destructora
¿Por qué en momentos en que podemos seguir la mejor conducta elegimos la peor? ¿Será cierto que cada uno de nosotros tendemos a proteger nuestros intereses? Aristóteles en su Ética a Nicómaco escribió que todo lo que hacemos es en vista a nuestra felicidad. Esa afirmación ha sido sostenida por grandes pensadores de todos los tiempos. Si lo anterior es verdad, la deducción lógica consistiría en afirmar que nuestra conducta debe ser sensata y prudente. ¿Y esto es así?
Debemos precisar cuáles son los intereses fundamentales de cada uno de nosotros. Estaremos de acuerdo en que son: proteger la salud y la vida propia y de nuestros hijos, esposa y seres más queridos; preservar nuestro patrimonio económico, la paz y la felicidad, el honor, la seguridad, etcétera.
Creo que Aristóteles no estaba en lo cierto. Observando la vida de hombres inteligentísimos y la de gente común, podemos constatar que son tan frecuentes nuestros ‘deseos malsanos’, equivocaciones a conciencia de que nos estamos equivocando, que no dejamos de admirarnos de que existen factores de más peso que el deseo de proteger nuestros intereses y de alcanzar la felicidad.
San Pablo Apóstol, con una penetración psicológica genial, escribió que los hombres conocemos qué es lo mejor pero actuamos haciendo lo peor. La realidad es que con frecuencia es mucho más importante ‘hacer nuestra santa voluntad’ que aquello que debemos hacer o no hacer. Los dichos populares son muy certeros: “No pude contenerme”, “me dejé llevar”, “no me importaron las consecuencias”, “decidí seguir hasta que topara”, “tope donde tope”.
Cuando un deseo malsano se ha apoderado de nosotros ya no estamos capacitados para medir las consecuencias; nuestra conciencia se oscurece y podemos actuar peor que la peor de las bestias.
Si deseamos enriquecernos y vemos como atajo chapucero robar o defraudar, es posible hacerlo e incluso matar. Si traemos a alguien ‘entre ceja y ceja’ no nos afectará cometer contra él las peores injusticias. Si la gula nos ataca, no nos importará atragantarnos de comida aunque el médico nos haya advertido que de hacerlo nuestra vida puede estar en riesgo. Si la ambición de poder o dinero nos domina, podemos cometer actos de ingratitud, deslealtad, y traicionar a los mejores amigos.
¿Qué es lo que nos sucede cuando podemos seguir la mejor conducta pero elegimos la peor, con tal de salirnos con nuestro capricho malvado? Ejemplo: alguien sabe que no debe robar o matar, porque además de ser inapropiado puede resultar aprehendido por las autoridades y perder su libertad. Otro es dominado por la pasión de raptar a una mujer, sabiendo que pone en peligro su vida y lo hace. Otro es consciente de que no debe estallar en cólera injusta ante sus empleados pues perjudicará la tranquilidad de su negocio y comprometerá su patrimonio, y sin embargo explota frecuentemente.
En los anteriores casos y en cientos de ejemplos más, las personas tienen un resquicio aunque sea muy delgado en el que pueden decidir entre su demente impulso o la protección de sus intereses. Lo que sucede a algunos es que ya escogieron seguir su impulso brutal, y una vez tomada esa decisión empezarán a darse una serie de justificaciones (siempre falsas) para apuntalar su antilógica demencial.
A todos nos ha ocurrido en cierto grado este tipo de problemas. Hay ejemplos desgarradores. Napoleón quería conquistar Rusia y no le importó llevar a Moscú un ejército de 245 mil personas regresando sólo con 40 mil soldados hambrientos y heridos. O en caso de Stalin, a quien no le importó dejar morir a millones de rusos por no seguir sus planes agrícolas.
Quien desea hacer su voluntad llega a sentir un inmenso gusto por su conducta bestial. Si empezamos a injuriar a un hijo o a nuestro cónyuge, la tibia ira inicial crece hasta que sentimos una real voluptuosidad por la ira que nos anega.
No se han estudiado adecuadamente los sentimientos que entran en juego cuando preferimos hacer lo que queremos, aun y cuando nuestros intereses se destruyan. Estoy seguro de que en este tipo de conductas injustas o malvadas juegan ciertos factores: el orgullo desmedido, el anhelo de imponer la voluntad, el capricho alimentado por odio o rencor, la fantasía desbordada y sobreexcitada hasta la locura, el goce perverso de salirnos con la nuestra. Y en fin, una voluptuosidad que trastorna momentáneamente el cerebro y el corazón de quien así actúa.
¡Solamente pensemos que entre el capricho demente y la mala conducta, siempre, pero siempre, hay unos minutos o segundos para rechazar al enfermo impulso y optar por una buena conducta!
Correo-e: jacintofayaviesca@hotmail.com