Pedir ayuda

Cuando el niño en su afán de agradar a sus padres y al mismo tiempo de demostrar su propia valía grita: “¡Yo puedo solo!”, y alcanza a desarrollar alguna habilidad o conseguir hacer algo que no podía, dicho esfuerzo es reforzado por sus padres y por la sociedad misma. “Yo puedo solo” se vuelve entonces una especie de grabación interna, en un mandato interior que significa también “no necesito ayuda, yo puedo solo”.

Y es que todos nosotros, en las primeras etapas de la existencia nos vemos involucrados en una lucha interior. Entre los dos y tres años hay una energía en nuestra vida que busca la autonomía, el deseo de hacerlo por nosotros mismos, probar que lo logramos. Pero si nos equivocamos surgen la vergüenza y la duda. Por un lado buscamos el autocontrol de nuestros impulsos básicos a fuerza de voluntad, y recibimos los mensajes clave de: “Tú puedes, tú puedes solo... andar en bicicleta, vestirte, dibujar dentro los límites o rayas en el papel, etcétera”.

Más adelante, entre los tres y los cinco años, la lucha interna de dos fuerzas es entre la iniciativa y la culpa, es decir la intencionalidad propia y las equivocaciones que frente a los demás nos estigmatizan, como: “No pudiste solo, te equivocaste”. Y entonces nuestra vida transcurre queriendo demostrar que sí podemos, y que podemos solos.

Este proceso de aprendizaje tiene elementos muy valiosos para el desarrollo de nuestras habilidades y destrezas; conseguir andar en bicicleta sin ayuda es un logro que fortalece la autoestima. Lo mismo sucede con muchos otros aprendizajes. Pero subyacentemente también aprendemos un ‘debes’ que nos puede limitar, “Debes hacerlo solo y sin ayuda”.

Con el paso del tiempo esta grabación se afianza en nuestra actitud y resulta que queremos ser personas esforzadas que no necesitan apoyo de nadie. Si andamos perdidos en la ciudad y no localizamos una calle y un número, no solicitamos información porque: “Puedo encentrar la dirección yo solo”. Si vamos al supermercado o la tienda departamental no preguntamos dónde se encuentran ciertos productos que necesitamos, pues el mandato interno de “yo puedo solo” no nos deja solicitar auxilio.

Aunque si hablamos de asuntos poco relevantes este mandato puede ser sólo anecdótico, lo más grave y difícil es si se trata de cuestiones de mayor peso o envergadura, y en esos casos tampoco procuramos apoyo. Cuando tenemos problemas emocionales, cuando requerimos mejorar nuestra relación de pareja y educar mejor a nuestros hijos, creemos que solos lo podemos hacer y eso muchas veces no es posible. El ejemplo clásico es el del alcohólico, que lleno de angustia y depresión piensa que puede dejar de beber él solo.

Al trabajar todos necesitamos ayuda... pero no todos la pedimos. En las organizaciones existen muchas fuerzas invisibles, internas y externas, que nos ‘disuaden’ de pedir auxilio y difunden la idea de que ello es señal de incompetencia.

La cultura machista es un claro ejemplo: proyecta una imagen de debilidad sobre todo el que no consigue hacer las cosas por sí mismo. En este ambiente, cualquiera que no tenga ‘todas las respuestas’ teme no ser respetado... O aun peor, las personas terminan creyendo que no necesitan ayuda: “No saben, que no saben”. Como consecuencia, se aíslan y poco a poco el sentido de comunidad y trabajo en equipo se desintegra, y junto con él la innovación, la exploración y el cambio, fundamentales para la vida de cualquier ser humano y cualquier institución. Muchas organizaciones se esmeran en impartir talleres para desarrollar el trabajo de equipo, pero el cambio está en un proceso interno de cambio de actitud.

La mujer en este sentido es más humilde, solicita la ayuda con mayor facilidad y es capaz de darse cuenta con más claridad de sus límites y del apoyo que necesita. Se vale, pues, pedir ayuda...

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