Dice Javier Sicilia que la marcha que está por llegar a la ciudad de México representa la unificación de toda la nación en un solo corazón, en un solo latido. El hallazgo, rimas consonantes aparte, es propiamente poético y amerita un comentario.
La poesía nos permite oír el ritmo interior de otro, las cadencias del otro. Por eso es que escribir poesía se ha vinculado siempre con el latido, con la respiración en su ciclo completo, con la inflexión de la voz.
Los mejores lectores de poesía que conozco (que no necesariamente son los mejores recitadores), son los que logran asir las cadencias internas del poema y pueden, a partir de la develación de esas reverberaciones, construir explicaciones e incluso opiniones críticas acerca del sentido general que el texto que leen propone o intenta transmitir. No me refiero tanto a una facultad auditiva, acompañada de un conocimiento enciclopédico de métrica y retórica, como a una habilidad cardiaca. En esos lectores percibo una capacidad envidiable: entran al poema y se contagian de él; se entonan a él; acuerdan con él. La poesía es por eso armonía y memoria: nos acordamos de versos que ya son de nosotros.
Cualquiera que se tome en serio el acto de leer poesía (que no es lo mismo que leer profesionalmente), entiende que el poema no sólo nos interna en los latidos de otro, sino también nos permite apropiarnos de ese ritmo, hacerlo nuestro. Ahí se encuentra el misterio, lo inexplicable, pero también el enorme poder del acto poético. El ritmo versal o, si se quiere, las sílabas que laten en las sienes, como escribió Octavio Paz, se contagian, invaden al lector, pero también se vuelven del lector. El lector acompasa la lectura y la amolda a su propia aspiración.
Otra de las artes, el canto, nos permite atisbar parcialmente el milagro al que me refiero. La diferencia, me parece, estriba en que, en ese caso, el que escucha sólo es una caja de resonancia del prodigio interno que se desarrolla en otro: el que escucha no se apropia, no toca, no acuerda: se deslumbra, siente internamente el golpe de la voz del otro que puede conmoverlo, sin poder hacer algo más que recibirla.
Por el contrario, marchar se acerca más a la poesía pues, al hacerlo, se crea, entre uno y otros, entre varios si se quiere, un ser con un ritmo interno propio. El paralelismo se asoma: la poesía que, como forma de la expresión humana, es quizás uno de los mejores medios para compartir con otros las cadencias más íntimas, comparte con las marchas varios rasgos: fluye, reverbera, no se estanca, no permanece. Marchar es muy distinto a hacer mítines o plantones.
Los que marchan establecen una cadencia que todos comparten; nadie corre en una marcha, nadie se detiene: lo hace la marcha misma. El que lee un poema que otros han leído no puede correr o detenerse. La apreciación sobre el texto se reserva a la conclusión de la lectura.
Por eso la marcha que pretende llegar al corazón de la ciudad de México hoy resulta tan pertinente: el latido común que la marcha construye tiene alcances poéticos. Es, en realidad, la apuesta colectiva por llegar a un acuerdo que nos aleje de cualquier disonancia.
El símil para el caso que nos interesa se amplifica. Me explico. Si la poesía verbaliza emociones: ¿puede la marcha servir para expresar las emociones de quienes participarán en ella? La respuesta es transparente: los marchistas harán proclamas, compartirán discursos.
De hecho, se sabe que hoy se hará pública una propuesta de pacto, una invitación para que la nación reflexione acerca del rumbo que debemos andar juntos. La marcha propondrá un acuerdo, en suma. Valdrá la pena escucharlo tratando de desarrollar habilidades cardiacas: el latido es de todos.