Prietitos en el arroz
Conocí a una linda morenita y la quise mucho...
Canción popular
Cuentan que la Guadalupana quiso aparecerse morena para que Juan Digo la reconociera como una de los suyos. Para devolver a los mal llamados indios el sentido de dignidad. Para ofrecerles apoyo, confianza y aliento pues no hay que olvidar que por entonces todavía lloraban su condición de vencidos y humillados en su propio territorio. Gracias a la Virgen, morena como él, y por las palabras con que le habló, Juan Diegotzin sería desde ese momento alguien digno de respeto: Es nada lo que te asusta y aflige, no se turbe tu corazón. ¿Acaso no estoy yo aquí que soy tu madre? ¿No estás bajo mi sombra? Tu eres mi embajador, muy digno de confianza (tomado del Nican Mopohua, donde se relatan las apariciones de la Guadalupana sólo 10 años después de conquistada la Ciudad de México).
Cuando apenas se deponían flechas y escudos, se apareció la preciosa imagen para mostrar todo su amor, compasión y auxilio a los vencidos. Para oír sus lamentos y remediar todas sus penas y dolores como lo ha venido haciendo por los siglos de los siglos... Madrecita, le dicen... le decimos; y ella tan bonita y tan dulce, está ahí para escucharnos aunque cada vez le puede menos a este país que se ha vuelto violento y grosero.
Ahora San Juan Diego ocupa ya el lugar que le corresponde en la corte celestial. Pero para la raza de bronce de la que estamos hechos los mexicanos todavía no existe reconocimiento, porque según se ve no acaba de convencernos. Alardeamos de nuestro exuberante pasado indígena, Teotihuacán, Uxmal, Chichén. Presumimos a quienes nos visitan el Museo de Antropología en donde nos recibe Coatlicue con su enagua de calaveras. Pero en la experiencia cotidiana las cosas nos son lo que parecen. Entre los muchos complejos que nos aquejan, el color bronceado que nos deja el sol bronco que arropa nuestro territorio, sigue siendo objeto de solapada discriminación: si se trabaja de mesero, de cocinera o de albañil está bien. Si se es gerente de una sucursal bancaria en Xochimilco también; pero en Polanco o en las Lomas parece más seguro y confiable un güerito. Cinco siglos después de que la Virgen quiso validar la piel morena, todavía el complejo del color tiene entre nosotros profundas implicaciones. Aunque la más evidente es que pertenecer a la categoría de los morenos nos remite a lo indígena que asociamos con la sumisión, la ignorancia y la pobreza.
Parece natural que las cosas buenas de nuestro país pertenezcan a los güeros. A pesar de todas las protestas que ya estoy escuchando por ahí, el adjetivo indio o indígena sigue siendo peyorativo. Discriminadores solapados, sacamos en septiembre el rebozo de Santa María o el precioso San Antonino bordado por las laboriosas manos indígenas. Tampoco faltan señoras ricas que instaladas en el folclore, acostumbran vestir coloridos huipiles. La moda es tomar tequila, y la comida mexicana recientemente fue reconocida como Patrimonio de la Humanidad.
Qué bonito es ser mexicano, todos somos hermanos pero hay unos más hermanos que otros: “Todos somos del mismo barro, pero no es lo mismo bacín que jarro”, repite mamá que es güerita de rancho. Recientemente asistí a la boda de la hija de una amiga en la que el comentario más socorrido fue el color oscuro de la piel del novio. La mamá de la novia, que es rubia L’Oréal, se negó a que las cuñadas de su hija participaran en el cortejo porque “pobrecitas, pero están tan prietitas”...
Entre muchos otros complejos, no acabamos de superar el de la piel morena, lo cual no deja de ser una contradicción que los mexicanos tendríamos que resolver: o nos decidimos a aceptarnos como somos, o de plano nos aceptamos como retrógradas y discriminadores.
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