¡Sábado de Gloria! y como siempre, desde hace dos mil años, tras la evocación dolorosa de la pasión, la esperanza de la Resurrección. Como siempre también, de la reflexión espiritual pasamos a la personal y terrena que provoca nuestro día a día comunitario, mexicano y local.
Hoy declaro que me encantaría ir, como el medio millón de personas que lo harán, desde todos los rincones del planeta; igual que los 51 jefes de Estado que han confirmado su asistencia, al margen de sus credos, y como los 15,000 mexicanos que se desplazarán a Roma para presenciar la ceremonia de beatificación de Juan Pablo II. Por supuesto que me gustaría estar cerca, tanto como él nos lo permitió en sus numerosas visitas a nuestro país, transformando, aunque fuera en forma pasajera, nuestras actitudes hacia la vida, hacia los demás y hacia nosotros mismos, y echando por tierra la hipocresía de líderes políticos que cuestionaban su venida a nuestra tierra aduciendo principios constitucionales, pero que al tenerlo aquí se colocaron a su lado para "salir en la foto", aunque ello significara reconocerlo públicamente (Carlos Salinas, Ernesto Zedillo y Cuauhtémoc Cárdenas, quien tiempo atrás lo declaró "persona non grata", pero siendo jefe de Gobierno del D.F. le otorgó las llaves de la Capital). Sé que el presidente Calderón, a pesar del montón de asuntos pendientes de atender, responde oficialmente a una invitación diplomática del Estado Vaticano, mas no dudo que en su fuero interno sienta todo el entusiasmo que para los cristianos católicos representa la beatificación del Papa Viajero. Y digo que me encantaría estar en la Plaza de San Pedro y ser testigo presencial de una ceremonia de tal envergadura; sin embargo, es imposible, pues como la mayoría de los mexicanos, ni tengo recursos ni puedo escatimar tiempo a mi trabajo para hacer un viaje así: no nos es fácil abandonar el empleo ni desviar nuestros salarios, como tampoco lo es para muchos pensar en unas vacaciones o en unos días de no hacer nada.
¿Por qué, excepto minorías privilegiadas, los mexicanos no podemos viajar ni programar vacaciones dignas o descansos prolongados, como sucede en tantos países, si nos pasamos la vida trabajando? ¿Qué debemos hacer para ganar el derecho al reposo, el esparcimiento, el placer de divertirnos sin culpa, de gozar una puesta de sol sin sentir que robamos tiempo al quehacer obligado de una jornada laboral?
Según el último informe de la OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico), publicado el 12 de abril, los mexicanos en general trabajamos 10 horas diarias, sin contar actividades domésticas como cocinar, lavar y planchar, mantener la casa limpia, etc. o las estudiantiles en caso de desempeñar un empleo y asistir a la escuela, que elevan nuestra jornada -especialmente en el caso de las mujeres- a 14 horas o más. Al parecer, entre los afiliados a este organismo internacional, cuyo promedio en horas laborales es de 8, somos el país más trabajador. ¿Qué pasa entonces? ¿Por qué no se nos nota? ¿Por qué naciones como Estados Unidos, Canadá, Francia, Bélgica, Alemania o Brasil pueden sentirse orgullosas de su crecimiento y disfrutar los beneficios del mismo, mientras nosotros permanecemos estancados desde hace 30 ó 35 años, sin elevar nuestro nivel de vida ni un grado, pese al incremento de horas laborales y a la incorporación de las mujeres al ámbito de trabajo formal? Responder no es tan difícil: tiene que ver con el desinterés de las autoridades por el bienestar ciudadano; con la falta de responsabilidad de quienes nos gobiernan para diseñar acciones y procurar los medios a través de los cuales el progreso sea más que una intención. Los sistemas de producción, politizados y anacrónicos, lejos de disminuir esfuerzos apoyándose en tecnología de punta, mantienen modelos obsoletos que duplican el trabajo, descuidan la calidad y estancan la productividad. También tiene que ver con la falta de estímulos para los trabajadores, atados a contratos que castigan faltas mínimas, pero se niegan a reconocer los aciertos, los logros y el cumplimiento. Tienen que ver con el abismal desajuste de salarios y prestaciones que hay entre dueños y empleados, entre directivos y operarios, entre oficiales y tropa, que cada vez ensancha más la base de la pirámide social, mientras el vértice se presenta más agudo y estrecho. Y, por supuesto, tiene que ver con la corrupción gubernamental, administrativa y empresarial, en virtud de la cual se cometen abusos sin fin y se incumple con obligaciones fundamentales. Si como pueblo no somos capaces de progresar, se lo debemos a los representantes populares, a los dueños de los negocios, a los directivos de las empresas, a los líderes sindicales y a todos aquéllos que, temerosos de perder sus enormes ganancias compartiéndolas con empleados y subordinados, les niegan la oportunidad de crecer juntos y de mejorar. Sirvan de ejemplo países como Irlanda, Corea y Brasil, con economías ayer similares a la nuestra, que en unos cuantos años nos han dejado lejísimos, gracias al empeño de sus autoridades por encontrar la clave de la mejora social y avocarse a lograrla mediante acciones concretas, disciplina y estímulos adecuados.
Alguien que sabe me decía que si en todos los ranchos de Torreón se instalaran biodigestores para aprovechar los desechos orgánicos del ganado, la ganancia energética (aparte del fertilizante) sería suficiente para dotar de energía a toda la ciudad. Me parece increíble que algo así no se haya adoptado oficialmente ni en forma particular cuando las ventajas son indudables. ¿Por qué no lo hacen? ¿Están esperando alguna política pública que les permita traficar con esto, como lo han hecho con el agua de nuestra comarca? No se vale que pudiendo obtener, además de sus ganancias, un bien comunitario se prefiera sacrificarlo, con tal de no compartir el beneficio con los demás.
Nadie duda que el potencial de México es enorme, pero parece que no tenemos vocación de crecimiento. Los políticos, en perpetua campaña para obtener o conservar un poder cuya única explicación es el enriquecimiento brutal que les reporta, no incluyen entre sus objetivos acciones específicas para aumentar la productividad de los trabajadores, de las empresas y, por ende, del gobierno. Saber lo que pasa, lo que falta, investigar lo que puede hacerse y hacerlo, no es una gracia, sino una obligación no cumplida, porque nada que ataña a la vida comunitaria queda fuera de las múltiples comisiones integradas en el Congreso. Sin embargo, cada vez gastan más y hacen menos, y lo que hacen lo hacen peor. Por eso, por la falta de acciones hacia el crecimiento real (no el de los discursos y declaraciones), subsisten la pobreza, la desigualdad, la falta de oportunidades y, como saldo agregado, la violencia que está acabando con México.
Ante los salarios inmorales de senadores y diputados incapaces de pensar en mejorar las condiciones de vida, trabajo y seguridad de los mexicanos, pero que se dan el lujo de gastar cantidades multimillonarias para renovar los recintos en que adormecen su ocio y exhiben su mala educación, y ante la pérdida de autoridad y civismo que priva en nuestra ciudad, hemos de conformarnos con migajas de buena voluntad, como los paseos dominicales por la Colón, que hablan elocuentemente de la necesidad de esparcimiento y distracción sana y barata de los laguneros: no podremos asistir a la beatificación del Papa, y probablemente tampoco podamos disfrutar de unas vacaciones en sitios turísticos nacionales o extranjeros, pero nadie nos impedirá (eso espero) colmar nuestra avidez de descanso con unas horas de pedaleo y andanza sin zozobra por las calles de Torreón. ¡Felices Pascuas!