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Rehén del Diablo

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LUIS FERNANDO SALAZAR WOOLFOLK

La película El Rito en cartelera en nuestra ciudad, muestra el exorcismo o expulsión de los demonios como una realidad cotidiana, que supera toda ficción.

La película refiere a la lucha entre el bien y el mal, en un mundo moderno que niega la existencia del demonio y del pecado, a pesar de que basta mirar a nuestro rededor o abrir la página del periódico del día, para revivir el misterio de Caín matando a su hermano, pero ya no con una quijada de burro sino con armas atómicas o biológicas, porque cuchillos y pistolas no han sido suficientes para satisfacer la ambición irrefrenable de dinero, placer y poder político.

Lo anterior es congruente con que el Vaticano haya documentado quinientos mil casos sospechosos de posesión diabólica en un momento dado, lo que llevó al Papa Juan Pablo Segundo a promover la formación de al menos un exorcista por cada diócesis.

La película muestra la historia del joven Michael Kovak, que entra al seminario huyendo de la casa paterna y del oficio funerario al que parecía condenado por tradición familiar, sin más signo vocacional que un presagio de su madre, quien antes de fallecer le aseguró que nunca estaría solo, porque estaba tocado por Dios.

Al término de sus estudios y a punto de rehusar el sacramento del orden sacerdotal en medio de una crisis de fe, su director espiritual descubre en el joven un perfil específico; lo envía a Roma a un curso sobre exorcismo en ocasión del cual conoce al Padre Lucas, sacerdote y médico de origen galés y además jesuita, con el que experimenta un caso de posesión diabólica sobre Rosaria, adolecente violada y embarazada por su propio padre.

La resistencia y el escepticismo del seminarista y el oportunismo en apariencia fortuito de su vocación específica al exorcismo, contrastan con la evolución del personaje hacia el compromiso fervoroso, que confirma la naturaleza del Sacerdocio: "No me habéis elegido vosotros a mí, sino he sido yo quien os ha elegido a vosotros" (Jn 15, 16).

La película toca el tema con seriedad, y sin la espectacularidad de los efectos especiales de El Exorcista, antecedente fílmico del tema en los años setenta, El Rito se basa en hechos reales y cifra su calidad artística en la interpretación genial de Antony Hopkins, cuyo trabajo opaca al de los demás actores, a pesar del buen desempeño de Colin O'Donoghue (Miachael Kovak) y Martha Gastini (Rosaria) y en relación a la actuación desdibujada de Alicia Braga, quien protagoniza a una reportera que bajo el nombre nada casual de Angelina, cubre la nota periodística.

El Rito tiene el mérito de mantener al espectador clavado a la butaca, sin incurrir en los desvíos de trillers frívolos de reciente factura como el Código da Vinci, que sin sustento -ni histórico ni religioso- se atreven a incursionar en el tema y aprovechan la ignorancia de ciertos sectores del público, para difamar a personas e instituciones y con ello lucrar con el morbo.

El filme muestra en todas sus fases el proceso psicosomático de la posesión diabólica. La entrada del espíritu inmundo; la resistencia del poseso y la rendición de la voluntad al dominio del intruso, que acaba por hacer trizas la dignidad humana de la víctima, en cuanto a creatura hecha a imagen y semejanza de Dios.

Antes de iniciar el tratamiento, basado en su experiencia y conocimiento propio e incluso con apoyo médico profesional, el exorcista descarta toda posibilidad de enfermedad orgánica y enseguida procede en forma a la vez heroica y humilde. Como hombre de fe vence las vacilaciones, a sabiendas de que no es él quien actúa, sino Cristo, quien opera a través de él.

En el marco del Rito Romano, el exorcista interpela por separado al poseso y al espíritu invasor; indaga sobre la identidad de este último y sobre los motivos de la posesión y al final le ordena que libere a su presa.

Como bien dijo en sus días el vaticanista Malachi Martin. A imitación de Cristo el exorcista lo entrega todo, y se convierte en un verdadero rehén del Diablo en aras del rescate del poseso y de esta suerte, cumple con la más noble manifestación del amor cristiano porque "nadie tiene amor más grande, que el que da la vida por sus amigos" (Jn 15,13).

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