Agarraste este papel hoy, o sin querer le picaste al monitor, y por azares de no sé qué despropósitos venimos a coincidir en estas letras, en estas donde yo sólo trato de no abusar del punto y coma, o de lo que sea, no vaya a ser que harto cambies de página, aburrido o decepcionado de lo que no tengo que decirte, que nunca es nada, porque la vida es basta y el único que sabe que pedo es uno mismo.
Pero bueno... ya aquí, entonces, nosotros.
Tratando de decirte algo que ni siquiera sé de qué se trata. Mejor deja esta mierda allí arrumbada y lárgate a la acera a vivir la vida.
Porque yo también colega, como dice Sicilia, estoy #hastalamadre, y ni sé qué decir. Lo compartimos muchos, nos quejamos entre dientes, tratamos de auto-sicoanalizarnos para saber qué es lo que nos pasa. Algo de razón hay en sospechar que esto de la depresión colectiva es autoengaño, que más bien las cosas están tan cabronas, que hay que buscar excusas por aquello de que no todo va al 100%, y el billete mengua. Pero principalmente hay una mezcla de desencanto por el estado de las cosas públicas, un sentirme pequeño ante la gigantesca problemática del crimen organizado, o ante la dirección a donde los paradigmas mutan.
Un humano cualquiera, una sociedad, una región, o un país en su conjunto, puede caer en un bache espontáneo de descoordinación, y romperse entonces sus sueños. Si, eso cierto..., andas agüitadón..., no hay lío compadre. Aquí estamos muchos, aquí tantos #hastalamadre. Así que siéntate colega tranquilo, no hay lío, porque no estás solo... Pero preguntémonos: ¿qué chingados vamos a hacer?
Por lo pronto esta Semana Santa transcurre sumida en eso que los marineros llaman Calma Chicha, que es ese estado quietecito del mar, con ausencia absoluta de viento. Amanece (apenas) y el hombre de mar, amodorrado aún, sale a la cubierta a respirar sal, encontrando un espejo oscuro que parece alfombra: la mar en calma chicha. Un fenómeno marino que desconcierta por su rareza, por su misteriosa profundidad siempre insondable, por el latente despertar de los vientos.
¿Pero cómo que la cosa está cabroncita como para andar huevoneando, no lo creen ustedes?
Y, aunque lo reconozcamos, aunque contestemos que sí, y estemos conscientes de hartazgo y problemática, todos agarramos la excusa y nos vamos por allá a negar la realidad, a pasarla a toda madre. Nos desconectamos un rato porque esto anda difícil. Mostrar la espalda un rato al sol. En fin. Descansando plácidos en las pantuflas de domingo, tirando la güevita sabroso y el control remoto de futbol. Y mañana lunes quéjese de que el Gobierno y la corrupción y los diputados, y que esto y que lo otro, y que la cámara de senadores resultó carísima, y acicálese con el polvo de la queja piénsese ciudadano consciente, aunque ni siquiera conozca al vecino o los problemas que comparte, de 9 a 5 y encerrarnos en casa a cerrar los ojos sin meter las manos porque está canijo y para qué arriesgar.
Acá sordero pienso que los políticos se han de cagar de risa del nivel de descoordinación y seriedad que tiene nuestra queja ciudadana.
Justo esa descoordinación, nuestro propio colectivo de descreídos -de fragmentados aún en el hartazgo, es el que nos tiene #hastalamadre ciegos e inmóviles. Reconocemos nuestro equilibrio frágil, ficticio, y que las cosas pueden empeorar con este cimiento roto y desigual. Pero aun así hacemos como sí nada ocurriera. Cerramos los ojos, y muertos, a costa del desencanto, nos sentimos imposibilitados de generar una ebullición legítima, detenidos, a medias, inmóviles. Cerramos los ojos. Sin que brote una vorágine que proponga y construya. Una vorágine que sea escuchada. Una espontánea actividad proactiva que contrarreste dinámicas destructoras.
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