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Reminiscencias

JUAN VILLORO

 D Esde hace unos días vivo en Nueva York. En el décimo aniversario del atentado a las Torres Gemelas vi la obra de teatro Sweet and Sad (Dulce y triste), de Richard Nelson, que se ubica, precisamente, entre las dos y las cuatro de la tarde del 11 de septiembre de 2011.

La pieza trata de una reunión de la familia Apple. La tragedia orbita la obra sin dominarla (en forma deliberada, no es su asunto principal). El tema central es la imposibilidad de hablar de algo tan significativo. Las pérdidas, los afectos y las diferencias de la familia se expresan a contraluz de un drama mayor que no puede decirse. La angustia por lo que pasó 10 años atrás aflora a través de dudas sin respuesta. La historia y la política llegan a la mesa como invitados incómodos, que lastiman con su silencio.

¿Cuánto tiempo debemos sufrir una tragedia? ¿El dolor por las pérdidas irreparables puede caducar? Uno de los personajes comenta que el duelo sólo debería existir como presente, al modo de un rito de paso que, una vez superado, permita recuperar el derecho a ser feliz. A propósito de este tema, otro personaje lee un poema de Walt Whitman donde la supervivencia es descrita como algo "dulce y triste", una tensión entre el alivio y la desgracia.

Asistir a la obra en el momento en que el tema se debatía en el resto de la ciudad intensificó la experiencia estética. El sentido original del teatro -discutir Atenas-, se recuperó en esa función de Sweet and Sad.

Nueva York vive en torno a señales del recuerdo. En las noches previas al 11 de septiembre, dos columnas de luz subían al cielo en el sitio donde estuvieron las Torres. Una luna casi llena, muy blanca (la "típica luna de Manhattan", según los enterados), acompañaba los pilares luminosos.

La Zona Cero tiene una cascada conmemorativa para las víctimas de los atentados. El 11 de septiembre se leyeron los nombres de todos los caídos. Esa lista hizo pensar en otras víctimas -las nuestras, por ejemplo-, de las que ni siquiera se sabe el nombre.

Numerosas cosas fueron calcinadas en esa jornada. Pero también muchas se salvaron. En los accidentes de aviación todo se puede destruir menos la caja negra. Siempre queda un saldo del desastre. En la última escena de Moby Dick, Ismael se pregunta por qué fue eximido del naufragio y entiende su misión: alguien tenía que contar la historia. Las catástrofes acaban con todo, pero no con los testigos.

El Instituto de Fotografía Contemporánea de Nueva York presenta un testimonio excepcional. El fotógrafo catalán Francesc Torres impartía clases en la Universidad de Nueva York cuando ocurrió el atentado a las Torres Gemelas. Miles de cámaras se orientaron a la espesa nube que emanaba de la barbarie. Él buscó otro ángulo. Una amiga le habló del hangar 17, al que habían ido a dar los objetos rescatados en la Zona Cero. Decidió registrarlos con la minucia de quien capta la sosegada vida de una especie. El resultado es deslumbrante: el infierno conocido por sus restos.

Había algo profético en que un artista apellidado Torres fuera al hangar de Tower Air para ocuparse de los remanentes de las Torres Gemelas. También el ajedrez del destino juega con cuatro torres.

Algunas de las piezas del hangar 17 parecen aerolitos. Esos trozos de desgaste "milenario" se produjeron en unos segundos. Lo que más llama la atención es la resistencia de materiales que juzgamos efímeros. Un archivero quedó abierto como una granada en estado de explosión, pero adentro se conservan tiras de papel. Lo mismo ocurrió con un Renault que fue comprimido en un pequeño bloque (entre las capas de chatarra, despuntan hojas impresas que aún pueden leerse).

Un talismán preside la exposición. De las muchas cosas retratadas, Torres trasladó una a la galería: el barco de papel que un niño llevaba en un vagón del metro. El día en que todo se vino abajo, no hubo nada más resistente que lo frágil: el papel, la memoria, la mirada de un fotógrafo.

En el aniversario todos tuvimos, o creímos tener, un momento sin tiempo, fuera del flujo de los hechos. Elijo el mío: a las 2.30 a.m. del 11 de septiembre estaba en un vagón semivacío, detenido bajo el agua, entre Brooklyn y Manhattan. Una pareja dormitaba y un adolescente hiperactivo circulaba dentro del metro en patineta. La inmovilidad a deshoras hacía incómodo el momento. ¿Una avería? ¿Una amenaza? Lo peor no era lo que veíamos: como en Sweet and Sad, la historia se colaba sin que nos atreviéramos a mencionarla. Estábamos varados a unos metros de donde cayeron los aviones. Muchas veces la vida se pone entre paréntesis. El problema es que en ese momento lo sabíamos. Finalmente el metro se movió. Volvimos al fluir del tiempo.

Al día siguiente contemplé un extraño espectáculo. Una grúa retiraba coches en una calle del Village. Un cartel anunciaba que el sitio había sido alquilado como una locación cinematográfica. El título de la película no es muy prometedor, pero es fiel a los tiempos y a la confusión que reina en los cielos: Dios se está portando mal.

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