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Septiembre suele ser traicionero

ADELA CELORIO

"Había una vez un puto lunes de mierda", dice el cuento corto que me encontré bien temprano al abrir mi correo. Consideré que el chistorete no estaba mal para remontar el lunes que como asegura mi familia es un día tan abominable que debería eliminarse, para comenzar la semana en martes como Dios manda. En lugar de reírme debí entender la advertencia que encerraba el cuento; pero después de una semana tercamente lluviosa, el sol estaba radiante y la mañana invitaba a salir. Y salí. Para quienes no tenemos horarios fijos, transitar -es un de decir- entre las diez y las doce del día es lo oportuno para no quedarse atrapado entre los cinco millones de autos que intentan -sin conseguirlo- circular en esta capital.

Fresca y bonita como un pimpollo de amor, al mando de mi recién estrenada escoba me dirigí al banco. La fila no era larga, total seis o siete personas antes que yo no son nada si llevo un libro para exorcizar la ansiedad que me provoca la espera. Cuando me tocó el turno, tramité mi depósito y salí contenta porque sólo me había consumido tres cuartos de hora. Enfilé hacia la oficina donde debía realizar el siguiente asunto, y después de aguantar que me manoteara en la cara un algo que parecía más cosa que persona; conseguí ganarle el espacio para estacionarme.

Mientras esperaba en la nueva fila, por pura corazonada revisé la ficha del depósito que acababa de hacer y me di cuenta que había un error. ¡Maldición! tuve que reptar nuevamente por el periférico para volver al banco donde el empleado me regañó: "cuando yo iba a hacer el depósito en efectivo usted se fue". Para entonces ya pasaba del medio día y apenas tuve tiempo de volar hacia la casa de usted -que es en realidad la mía- para llegar a comer con la familia.

Y ahí iba yo, zigzagueando entre conductores neuróticos y ansiosos, cuando una camioneta llena de chiquillos se estampó en mi portezuela. De la manera más respetuosa, la conductora de la camioneta me informó que soy una imbécil. Yo ya lo sabía, pero en lugar de aceptarlo humildemente, las dos desenvainamos sendas papeletas del seguro, y cinco horas después, en una decisión salomónica los peritos decidieron que cada una se hiciera responsable de su daño.

El día se había ido por el caño y de regreso a casa me lamenté por no haber atendido la advertencia del cuento que como una premonición apareció en mi correo. En eso y otras cosas pensaba cuando adelante de mí se frenó de golpe un auto que arrastraba un remolque tan bajo que no pude verlo y me trepé en él. Escuché un ruido como el del chicharrón cuando se machaca, pero como era tarde y estaba fastidiada no le di importancia.

Seguí mi camino hasta que unas calles más adelante, mi vehículo cayó en coma y tuvo que recogerlo una grúa. Ahora sólo espero el presupuesto de la reparación para caer en coma yo también. Menos mal que hay un solo lunes por semana porque si hubiera dos sería como para suicidarse.

Pero cuando escribo esto ya es jueves y el pozole, las tostadas y por supuesto el tequila; esperan en mi cocina para festejar a nuestra patria que anda tan alicaída. Con mi traje de China Poblana me dispongo a cantar mal las rancheras ante los tres que cuatro amigos que desbrujulados como yo; no aprovecharon el puente para huir de esta capital. Salvo que ahora soy pedestre y entre un conflicto y otro perdí además la cartera; todo parece estar en orden aunque no hay que confiarse. Septiembre suele ser traicionero. Hoy sabemos que hasta el país más poderoso del mundo puede convertirse en un ensayo general del apocalipsis como sucedió aquella mañana luminosa de un malhadado 11 de septiembre.

Todavía me siento incapaz de asumir que las Torres Gemelas de Nueva York, símbolo de poderío y orgullo del mundo civilizado; se desmoronaron ante nuestros ojos convertidas en fuego y humo; como según cuenta el libro sagrado se desmoronó la soberbia Torre de Babel. Hay gente que ante el pavor se paraliza, yo por el contrario necesito moverme, caminar, correr... y corrí en círculo recreando en mi memoria las terribles escenas de guerra, de campos de concentración, el hambre, la humillación, la muerte por gas... que sólo he visto en película.

Sin restarle un punto de horror a la tragedia de Nueva York, en México tampoco hemos podido borrar las cicatrices que dejó aquel desventurado 19 de septiembre del 85; que como toda tragedia nos sorprendió desprevenidos e indefensos. Aquello fue una pesadilla que vivimos despiertos -los que vivimos porque algunos miles no tuvieron tanta suerte. Como decía el poeta español León Felipe, ante la magnitud de aquel horror; rompo mi violín y me callo.

Adelace2@prodigy.net.mx

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