"El pueblo nos eligió para dirigirlo y debe someterse a nuestras decisiones". Esa fue la frase con la que el gobierno de Hitler, en los últimos días del Tercer Reich, intentó justificar las acciones que llevaron a Alemania al abismo. La película La caída (Der Untergang, 2005), del director Oliver Hirschbiegel, basada en el libro del historiador Joachim Fest, muestra de forma detallada el divorcio entre un régimen y la ciudadanía que le permitió, primero, encumbrarse y, segundo, llevar al país a la ruina.
El que los gobernantes puedan actuar en perjuicio de un pueblo pretendiendo hacerle un bien, defendiendo el discurso de responder a sus intereses, sólo es posible en un país de régimen totalitario, como el de Hitler en la Alemania Nazi y el de Stalin en la Rusia soviética, o en una nación en apariencia democrática, pero que carece de instituciones fuertes que propicien la participación de la ciudadanía y el escrutinio riguroso del desempeño de funcionarios y políticos. Esto último es lo que ocurre en México.
El presidente de la República, Felipe Calderón, decidió hace cinco años emprender una guerra contra la delincuencia organizada sin una estrategia clara y dejando de lado las consecuencias que traería para la población. Hoy, el resultado está a la vista de todos. Pese a las capturas y decomisos que se presumen en la propaganda oficial, la espiral de violencia parece no tener fin. Y aunque muchos defienden la voluntad del Ejecutivo Federal de enfrentar al crimen "como nunca antes se había hecho", lo que la mayoría pone en tela de juicio son las formas de hacerlo, la nula previsión de las repercusiones y la escasa preparación de las instituciones. Pero nada ha podido obligar al mandatario a enmendar el camino.
Algo similar pasa en nuestro estado con el asunto de la deuda pública. Cuando Humberto Moreira inició su gestión como gobernador en 2005, el endeudamiento en Coahuila era de apenas 323 millones de pesos; hoy la deuda rebasa los 33 mil millones de pesos, es decir que es 102 veces más grande que hace seis años. El argumento de defensa del Gobierno del Estado es que con esa deuda pudo realizarse un volumen de obra pública "sin precedentes". No obstante, hasta ahora el Ejecutivo Estatal no ha explicado pormenorizadamente en qué se invirtió cada peso ni cómo fue que se llegó a ese nivel de endeudamiento. Hoy, los coahuilenses estamos condenados a pagar durante 30 años una deuda de la que todavía desconocemos sus beneficios a detalle.
Torreón no ha sido la excepción de las malas decisiones. La pasada administración municipal, presidida por José Ángel Pérez, fue para muchos torreonenses desastrosa. Debido a la obstinación del ex alcalde y a su negativa a escuchar las voces ciudadanas, el Ayuntamiento incurrió en costosos errores de los cuales todavía hoy la ciudad no se recupera. El deterioro urbano, la fragilidad de la policía, la ausencia de una estrategia de desarrollo económico, son apenas tres herencias de la gestión del ex munícipe.
En la actual administración, encabezada por Eduardo Olmos, las cosas no son muy diferentes. Aunque el edil ha aparentado voluntad e interés en recomponer parte del desbarajuste heredado, la falta de control sobre su propio equipo de trabajo opera en contra de sus objetivos. No son pocos los funcionarios que en lugar de ayudar a su jefe, están más preocupados en ver por sus propios intereses y los de la facción a la que pertenecen. Pese a esto, en el Ayuntamiento no se dan cambios sustanciales, y los errores de antaño siguen siendo los de ahora.
Estas deficiencias en el proceder de los gobernantes sólo pueden explicarse en un sistema político tan viciado como el mexicano. Únicamente los partidos pueden postular candidatos; una vez electos estos candidatos, nada garantiza su buen actuar como servidores públicos, porque no existen contrapesos reales. A nivel federal, la ausencia de visión, la nula representatividad ciudadana y las constantes pugnas gremiales, mantienen al Congreso en una parálisis que ya se ha vuelto endémica. A nivel estatal, el control absoluto de los gobernadores sobre el Poder Legislativo y otras instituciones "autónomas", impiden que se dé una auténtica rendición de cuentas y un ejercicio transparente de los recursos públicos.
Frente a esta situación, es necesario abrir espacios para la ciudadanía; oxigenar el sistema político dando cabida a nuevos liderazgos no vinculados con los partidos; crear instituciones que en verdad sean garantes de la democracia y no simples instrumentos al servicio de los grupos en el poder. Pero para eso se requiere una reforma política de fondo, cuya autorización depende del mismo Congreso que hoy está paralizado. Aquí es donde la ciudadanía comprometida con su país debe empezar a construir el camino.
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