Aquí y en cualquier otro lugar, política y diplomacia siempre han sido un baile de máscaras. Juegos de representación con un trasfondo de poder. Horrorizarse ante el rostro que aparece bajo la máscara cuando ésta se llega a caer, sólo se entiende en quienes desconocen los juegos de poder. No en quienes se deleitan en ellos. Si un profesional de esos bailes se horroriza, más bien es amateur.
Viene a cuento lo anterior por el enojo oficial con el gobierno estadounidense derivado del operativo "Rápido y Furioso" así como de los reportes del embajador Carlos Pascual dando cuenta -conforme a su información y percepción- de la actuación del gobierno mexicano en la guerra contra el narco.
¿Desconocía el gobierno calderonista el curso de la diplomacia estadounidense a lo largo de la historia de su relación con México y, en cierto modo, con el mundo? ¿Creía que el embajador se limitaba a asistir a cócteles y darle "forward" a los comunicados oficiales de Los Pinos?
En esta comedia que amenaza con un final ridículo, hay por lo demás un ingrediente que no puede ni debe olvidarse: los cables de WikiLeaks. Un intruso, Julián Assange, le retiró la máscara al embajador Pascual y, al verlo sin antifaz, el gobierno mexicano se horrorizó al punto casi de decir así no juego. Aunque quién sabe, porque el calderonismo como dice que no, dice que sí o dice quién sabe. Esa es la parte dramática de las comedias que le fascina protagonizar.
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Acompañar al gobierno mexicano en su enojo con la administración estadounidense es difícil porque, desde el arranque mismo de su aventura contra el narcotráfico, se advirtió de la falta de una estrategia integral y del peligro en que se incurría.
Nunca se hizo pública -hasta donde se podía conocer- esa estrategia ni si ésta reconocía el tráfico de drogas como un fenómeno que rebasaba con mucho las fronteras del país y, por lo mismo, si en su diseño (si lo hubo) se consideraba el frente diplomático con Estados Unidos. Nunca quedó claro cuál era el acuerdo o la negociación hecha con Estados Unidos, sitio del principal mercado de consumo de la droga, ni si entre sus prioridades estaba colaborar comprometidamente en la guerra emprendida por el gobierno mexicano.
En la coyuntura nacional (no binacional), la guerra contra el crimen siempre se entendió como un peligroso ejercicio de legitimación en el poder, adoptado ante las complejidades del ascenso de Felipe Calderón a la Presidencia de la República. Nunca se supo ni se informó si la herencia de la ayuda comprendida en la Iniciativa Mérida por parte de la administración calderonista era suficiente y si ese plan correspondía al tipo de ofensiva que se iba a desplegar en el país.
No, al arranque de esa guerra, sólo se destacaba el valor, la firmeza y la decisión del presidente Calderón, y la crítica a esa aventura se tomaba mal. A quienes cuestionaban la falta de estrategia se les reclamaba sumar su apoyo a la batida. No era bien visto preguntar si había balatas suficientes para ponerle un freno al crimen.
El resultado está a la vista y, por ello, es difícil entender la cara de asombro del calderonismo frente a la falta de apoyo de Estados Unidos.
La ayuda económica estadounidense era y es una propina, y la contención del trasiego de armas una pieza de oratoria nada más. La guerra, en los términos de la política estadounidense, era y es un muy buen negocio social, económico y político: los muertos y el teatro de guerra los ponía México, los decomisos de drogas no colocaban en un predicamento al mercado de consumo, se vendían armas de reuso y, además, se daba la impresión de hacer lo políticamente correcto contra los narcotraficantes. Qué mejor.
No hay ni una pizca de novedad en la doble conducta de los vecinos del norte. Históricamente así ha sido, aquí y en otros muchos lugares del mundo. ¿De dónde el asombro oficial?
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En cuanto a la molestia del gobierno mexicano con el embajador Carlos Pascual, la situación es parecida.
Desde el momento en que se solicitó el beneplácito de la Cancillería mexicana para recibir a Pascual como representante plenipotenciario, para nadie era un secreto su personalidad, trayectoria y especialidad. Si el gobierno mexicano iba a levantar las cejas por tener como embajador de Estados Unidos a un experto en Estados fallidos o en guerra, debió haberlo hecho entonces, no ahora. El solo nombramiento del embajador Pascual revelaba claramente cómo concebía Estados Unidos la situación mexicana. Levantar las cejas ahora, en verdad asombra.
Más allá de las filias y fobias que suscita el embajador Carlos Pascual, impresiona la torpeza con que la Presidencia y la Cancillería mexicanas han tratado el asunto.
Los reportes de la Embajada estadounidense, ojo, revelados por WikiLeaks, no tienen novedades. Confirman realidades y percepciones que aquí en el país, a todo lo largo del combate al crimen, se han venido descubriendo o, si se quiere, intuyendo sobre la base de indicios consistentes. Eso es todo.
Puede entenderse la incomodidad de ver circular, donde no se quisiera, verdades incómodas, pero eso no justifica linchar al mensajero que, en este caso, lleva por nombre Carlos Pascual. Menos si, después de recibirlo, nunca se le acogió. Menos si le quiere acusar, en público, ante su jefe.
¿Cuál novedad supone reportar la falta de coordinación o estrategia en el combate al crimen, la confrontación entre la Secretaría de Seguridad Pública y la Procuraduría General de la República, la desconfianza de la Defensa ante la Policía Federal, la quiebra nacional en materia de procuración, administración e impartición de justicia? ¿A poco, si Pascual no hubiera reportado eso, absolutamente nadie advertiría esa realidad?
Por lo demás si, en verdad, el gobierno calderonista quería salir del embajador Pascual, al hacer público su enojo lo aseguró en el puesto y se quedó sin un interlocutor en medio de una las peores crisis de la relación bilateral con Estados Unidos.
Venirse a irritar por el reporte de verdades incómodas, revela - eso sí es preocupante-un amauterismo diplomático o una profunda ignorancia de la historia de la diplomacia estadounidense.
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Puede el calderonismo gritar que el vecino es un tal por cual y peor su embajador. Puede incluso tratar de arraigar a Julián Assange por andar quitando antifaces en los bailes de máscaras.
Puede el calderonismo hacer eso pero, si quiere dejar la danza con lobos en que se metió, más valdría ensayar otros pasos porque, si no, se va a tropezar y enredar todavía más... y puede perder el antifaz.
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