Las candidaturas en las dos coaliciones (Movimiento Progresista y Compromiso por México) se resolvieron sin sorpresas. Las ventajas de Andrés Manuel López Obrador y Enrique Peña Nieto, tanto al interior de sus respectivos partidos como entre la población abierta, eran evidentes y los dos principales contendientes (Marcelo Ebrard y Manlio Fabio Beltrones) optaron por declinar sus aspiraciones.
En el primer caso, Ebrard prácticamente canceló su participación al aceptar la realización de unas encuestas sin precampaña ni debates previos. Todas las encuestas de preferencia electoral mostraban con meridiana claridad que entre los simpatizantes de la izquierda Ebrard no tenía ninguna posibilidad de vencer a AMLO y que entre la ciudadanía en general no lo conocía aproximadamente el 25% de la población, por lo cual su mejor imagen pública todavía no le permitía rebasar en las preferencias electorales a López Obrador.
Entre los tricolores las diferencias eran abismales entre los contendientes, tanto entre los priistas como en la población en general, y en ese caso realmente no había contienda; Peña Nieto era el seguro ganador, incluso si se realizaban precampañas y debates, pues aunque Manlio Fabio Beltrones todavía era menos conocido que Ebrard, apenas la mitad de la población afirmaba conocerlo, su opositor también tenía una buena imagen, por lo cual no parecía factible desbancarlo.
Así simplemente se confirmaron las candidaturas de los dos políticos que más tiempo llevan en campaña y, por lo tanto, son los más conocidos entre la población en general, ambos con un conocimiento que ronda el 95% de la población, sin embargo, con una diferencia sustancial entre los dos: el priista tiene un saldo de opinión pública muy favorable y el perredista, uno negativo.
Sólo falta por resolverse la candidatura en el PAN, donde la contienda todavía no puede darse por definida, por dos razones principales: primero, porque las encuestas de opinión pública todavía no marcan una diferencia que pueda considerarse insalvable ni entre los simpatizantes blanquiazules ni entre la población abierta entre Josefina Vázquez Mota y Santiago Creel; y, segundo, porque serán los militantes (activos y adherentes) panistas los que decidirán a su candidato y eso vuelve más impredecible el resultado por dos razones: primero, porque la única forma de conocer su opinión es haciendo una encuesta a partir de su padrón, lo cual hasta hoy no ha sucedido, y segundo, porque eso también implica que las líneas partidistas (léase la posición presidencial y de los líderes formales e informales del partido) pueden mover repentinamente dichas preferencias.
Vázquez Mota, como los otros dos aspirantes ganadores, pretende apresurar los tiempos y repetidamente invita a Creel y a Ernesto Cordero a declinar. Y aunque las elecciones internas panistas tampoco han estado exentas de irregularidades y disputas entre los contendientes, el PAN ha sido el mejor librado en sus procesos internos abiertos, particularmente la elección de su candidato presidencial en el 2005.
En este sentido, Vázquez Mota debería preocuparse más por sacarle provecho a ser la única fuerza política cuyo candidato emergerá de un proceso abierto. La primera fortaleza es que podrá hacer abiertamente precampaña, tanto a nivel de actos públicos y manifestaciones como en radio y televisión; mientras, las otras dos fuerzas políticas únicamente podrán emitir promocionales genéricos de sus partidos en radio y televisión y, aunque hasta hoy el IFE no ha dicho esta boca es mía, en algún momento AMLO y Peña Nieto tendrán que limitar su actividad pública para no poner en riesgo el registro de su candidatura, por la realización de actos anticipados de campaña. Pero más allá de lo formal, ser el partido que recurre al procedimiento más democrático le puede permitir iniciar un posicionamiento diferenciado frente a su electorado.
En diciembre de 1999, Francisco Labastida aparecía con una amplísima ventaja en las encuestas, tras de que el PRI fue el único partido que recurrió a una elección abierta para definir a su candidato. Ahora no sería esperable que el proceso interno permitiera al candidato panista aparecer como la primera preferencia, pero puede ser una buena palanca para posicionarse claramente como la segunda fuerza y desde allí nuevamente apelar al voto útil. Lo que se disputan, en estos momentos, el PAN y la izquierda es el segundo lugar, para desde allí aspirar a polarizar nuevamente la elección, tal como ha ocurrido en las últimas cuatro elecciones presidenciales (en 1988, entre PRI y Frente Democrático Nacional; en 1994, PRI y PAN; en 2000, nuevamente PRI y PAN; y en el 2006, PAN y la Coalición por el Bien de Todos).
De acuerdo a la encuesta de octubre de Consulta Mitofsky (antes de estas definiciones) Peña Nieto obtiene alrededor del 47.5% de las preferencias y AMLO alrededor del 15.3%, contra el 17.4 de Creel; 18.5, de Josefina; y 14.2, de Cordero. Es claro que el segundo lugar está en disputa.
La interrogante es cuál de las dos estrategias resulta más eficaz para su fuerza política: la definición anticipada de la alianza de izquierda o la contienda abierta de los blanquiazules. Este no es el único factor que impactará en sus porcentajes de preferencia electoral, pero el manejo que le den las respectivas fuerzas puede modificar sustancialmente su importancia entre todo el resto de los factores. A pesar de la posición de Vázquez Mota, apostar por la contienda interna tiene mayores probabilidades de ser una opción ganadora, pues es la única que brinda variantes y opciones claras de diferenciación con respecto a las otras fuerzas. Las encuestas de preferencia electoral de aquí a febrero del 2012 aportarán algunas de las respuestas.