Se han disputado tres cuartos de partidos del total de duelos que Barcelona y Real Madrid juegan en un lapso de 21 días: muy diferente este cotejo de ida de la semifinal de la Champions que la final de la Copa del Rey que no terminábamos de digerir cuando ambos equipos ya se están enfrentando a muerte de nuevo.
Sin concebir la actitud destructiva y poco propositiva del Real Madrid en el primer tiempo, ensuciando el partido y contagiando al Barcelona de un miedo incomprensible, cuando en el campo se encontraban las piernas y cerebros más costosos del planeta en el ámbito futbolístico.
Tanta rivalidad, agresividad, presión, violencia, orgullo, dignidad y prestigio en juego, rebasó a Pepe que no pudo manejar los tiempos que el partido mismo va marcando y se hace expulsar en un ejercicio de poca prudencia. Esto definitivamente afectó a los merengues que con un hombre menos otorgaron ventajas.
El cero en la pizarra se debía en mucho a que el brasileño Marcelo nunca fue superado por Pedro. Hasta el momento para mi gusto había sido el hombre del partido por su férrea marca y ubicación. Fue hasta el ingreso del velocísimo holandés Ibrahin Afellay que se pudo derruir esa muralla defensiva y el gran Lionel Messi anotó el gol que le dio la ventaja a los amantes del buen futbol.
Pero la vida, el futbol, la cancha, la justicia todavía nos tenía guardada la mejor de las sopresas: un gol del mítico Messi, como pocos he visto en mi vida: por su grado de dificultad, por el entorno, por el talento, velocidad, precisión, valentía y coraje que se necesita para ejecutar tal acción. Messi decidió que no se necesitan 11 para definir un partido. Tomó el balón, se quitó a doscientos adversarios y anotó un artístico gol.
El primer tiempo sirvió para olvidarnos del futbol y cambiar de deporte; el segundo para reenamorarnos del mismo, levantarse y aplaudir a Messi, no importando al equipo al que se le apoye.
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