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Tiempo de regalar

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Adela Celorio

Existe solamente una privación... no poder entregar tus regalos a las personas más queridas.

May Sarton

Es mejor dar que recibir, asegura la gente piadosa y buena. Debe ser cierto, pero como yo no soy ni piadosa ni buena prefiero recibir. Me levantaría mucho la autoestima saber que todos los paquetes envueltos primorosamente bajo el árbol de Navidad fueran sólo para mí.

Me deprime saber que tampoco este año será así y lo peor es que como siempre en esta temporada, me ha vuelto a atacar el síndrome de carencia que me produce la necesidad de arrojarme como kamikaze sobre las tiendas a comprar regalos para otros. Me sudan las manos cuando hago las listas, las cuentas no me salen, elimino a algunas amigas que pensándolo bien ni son tan amigas; y experimento una horrible sensación de orfandad. No me alcanza el dinero ni el tiempo y tengo la impresión de que toda la gente es tremendamente feliz menos yo.

Estoy convencida de que a mi Querubín no le gustará su regalo, mis niños condescenderán a agradecerme los suyos y los niños de mis niños, esos chiquillos que ya cuentan con el más reciente artilugio cibernético y no se sorprenden con nada, recibirán mis regalos como un tributo que les debo. Pienso que será inútil cualquier esfuerzo por conseguir algo perfecto para mis hijos políticos, de cualquier manera no existe nada que sea de la medida de su vida. ¡Chin! ¿Y mi mami? ¿Y mis hermanas? ¿Y las gorgonas? Y sigue la lista dando: para mis tres que cuatro amigas del alma, para alguna vecina que me cae excepcionalmente bien, para mi manicurista que es tan malhecha pero ni modo. Un cariñito también para mi peluquero, alguna prenda para mi menordomo. ¿Y el jardinero qué?

No es que piense que todo tiempo pasado fue mejor pero la verdad es que al menos para mí, la Navidad se ha convertido en una pesadilla. Los niños antiguos recibíamos con asombro cualquier cosa que los Santos Reyes dejaran junto a nuestra cama. Éramos sencillos y los regalos también: para las niñas muñecas cuya única gracia era pestañear con sus ojos siempre azules. Juegos de té, baterías de cocina y carriolas anticipaban nuestro destino de amitas de casa. Para los niños no había ni que pensar: autos, pistolas, trenes y pelotas. Un año de suerte recibí la colección de El libro de oro de los niños, y todavía de tarde en tarde hojear alguno de sus volúmenes me devuelve a la edad de la inocencia, y vuelvo a creer en los Santos Reyes.

Recuerdo que en lugar de intercambiar regalos comprados, preparábamos en casa buñuelos de viento, rollos de dátil y nuez, frutos secos cubiertos de chocolate. Y en algún momento inoportuno apareció en los recetarios de mamá el fruitcake que viste bien, pero como ya decía el inolvidable Germán Dehesa, circula de casa en casa y algunas veces hasta regresa a las primeras manos que lo obsequiaron porque no acaba de seducir el paladar de los mexicanos.

Durante el año se tejían carpetitas de crochet para la comadre, alguna bufanda o mitones para la ahijada. Regalos sencillos pero auténticos que alimentaban el alma de quien los daba y de quien los recibía; o al menos eso imaginé. Pero los tiempos cambiaron y ahora lo que toca es ir a las tiendas, arrebatar lo que se pueda antes de que se acabe y decorarlo con una envoltura más costosa que el regalo mismo. Así lo haré y dado que la generosidad no se me da, pues al menos me propongo comprar mis obsequios con mexicana alegría, porque mientras escribo este texto me voy dando cuenta de que lo que me dispara el síndrome de carencia es no poder entregar más que una oración a mis amores que están en el cielo.

Correo-e: adelace2@prodigy.net.mx

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