Tres rostros de Nueva York
Uno de los más célebres libros de Paul Auster es La trilogía de Nueva York, compilación de tres novelas cortas que trasladan al lector a las calles de la Gran Manzana, invitándolo a adentrarse en historias que lo mantendrán al borde de las páginas.
Quizá el máximo reto para un escritor es construir en sus libros un universo creíble, consiguiendo que la obra rebase el papel y se convierta en una dimensión alterna de la que el lector se sienta parte. A esta vertiente pertenece La trilogía de Nueva York (The New York Trilogy, 1991), una de las primeras obras de Paul Auster (1947), integrada a su vez por tres novelas cortas situadas en vívidos escenarios neoyorquinos.
Originalmente los relatos fueron publicados por separado bajo los títulos de Ciudad de cristal (City of Glass, 1985), Fantasmas (Ghosts, 1986) y La habitación cerrada (The Locked Room, 1986); el porqué de su reunión en un mismo volumen y sobre todo del éxito que éste ha mantenido desde la primera edición, se entiende solamente al aceptar el reto de levantar su cubierta y comenzar a leer.
LA CLAVE: LOS DETALLES
En el quehacer literario de Auster hay elementos comunes que sin embargo distan de caer en la categoría de ‘fórmula’, pues en cada ocasión el nativo de Newark, Nueva Jersey, consigue formar con ellos auténticos hilos de tensión. Podemos nombrar por ejemplo el azar, las casualidades, las desapariciones, la soledad, los dilemas de identidad y el anhelo de encontrar algo (a menudo sin definir) que experimentan sus protagonistas. Asimismo, Auster hace evidente que posee una capacidad aparentemente infinita para sembrar a lo largo de las páginas pequeños detalles que resultan ser pistas sustanciales para la trama.
EN EL PRINCIPIO FUE EL AZAR
Ciudad de cristal es la primera muestra de lo anterior. Estamos frente a la historia de Daniel Quinn, un joven escritor que reside en Manhattan oficialmente retirado del medio, pero que continúa produciendo exitosas novelas de misterio.
Tras el fallecimiento de su esposa y su hijo, Quinn no mantiene trato con nadie; por eso le sorprende recibir un telefonema nocturno. Del otro lado de la línea una peculiar voz pregunta por el detective Paul Auster. Y aunque le parece extraño que busquen precisamente a un detective, como el personaje central de sus libros, Quinn no cree que la llamada pase de ser un hecho fortuito y cuelga. Sin embargo la llamada continúa repitiéndose con el paso de los días, con tal insistencia que una de esas noches Quinn se escucha a sí mismo responder que sí, él es el investigador Paul Auster, y accede a entrevistarse con el desconocido.
Así es como Quinn/Auster se reúne con Peter Stillman, un trastornado y perturbador hombre que teme por su vida luego de enterarse de que su padre, también llamado Peter Stillman, ha salido de la institución psiquiátrica en la que fue internado luego de cometer una serie de atrocidades en contra de su hijo. Virginia, esposa del joven Peter, contrata al supuesto detective para que vigile los movimientos del viejo Stillman.
Por razones que ni él comprende pero tampoco cuestiona, Quinn continúa interpretando el papel de Auster. Se convierte en la sombra de Peter Stillman y así se involucra en las más extrañas situaciones. En algún punto de la trama conoce al verdadero Paul Auster y descubre que éste no es un detective sino un escritor, de hecho el auténtico Auster, quien deja de ser el autor de la novela para convertirse en un personaje secundario, amigo a su vez del enigmático narrador de Ciudad de cristal, el cual se vuelve una presencia constante y fundamental para la trilogía.
INFINITO JUEGO DE ESPEJOS
Fantasmas retoma la figura del detective, esta vez encarnada por Azul quien ha sido contratado por Blanco para vigilar a Negro. De esa base en apariencia sencilla se despliega un intrincado argumento no menos envolvente que el del relato predecesor. Apenas pone la mirada en la segunda entrega de la tríada, el lector se da cuenta de lo que ocurre: lo que tiene en sus manos no es un libro sino una suerte de set de muñecas rusas en donde cada una oculta a otra; pero el ingenio de Auster ha ido más allá y adicionó su artefacto con un elaborado juego de espejos, de manera tal que en cada situación descrita se percibe algo más, una especie de sombra al acecho que incrementa la tensión.
El estadounidense tiene experiencia como guionista y director de cine, y hace uso de sus habilidades para cautivar aún más la atención de su público, quien de manera natural, más que leer ‘ve’ proyectadas las imágenes ideadas por Auster. Frente a los ojos no hay un objeto de papel sino una ventana hacia varios rincones de la Gran Manzana. Y si con la primera historia Paul ya había ganado la aprobación y el respecto del lector, al término de la segunda se vuelve imposible abandonar el volumen, aunque algo en el interior pide una tregua. Es como si este fan de los Mets se apropiara de quien lo lee, volviéndolo parte de su planteamiento. Surge una pregunta: ¿habrá colocado el autor una puerta de salida a su novela-laberinto?
TRAS LA SOMBRA DE FANSHAWE
Auster suele acorralar a sus protagonistas hasta el límite de sí mismos, y un poco más lejos. En el compendio que hoy visitamos, La habitación cerrada contiene no el ‘broche de oro’ sino el más profundo de los tres abismos. Es aquí donde el narrador cobra mayor relevancia, si bien continúa sin dejar clara su identidad. Pero eso no le importa porque no pretende hablar de sí mismo sino de Fanshawe, su mejor amigo, quien al igual que él es un escritor aunque nunca ha publicado. Siguiendo las instrucciones que hace tiempo le dio Fanshawe, su esposa Sophie busca a nuestro narrador y le delega la decisión de qué hacer con todos sus manuscritos. Los textos son tremendamente buenos y por ello él se encarga de su difusión, y después de su familia. La vida del narrador es perfecta hasta que un día admite lo que ocurre: no es ‘su’ vida, ésta ha desaparecido bajo el fantasma de Fanshawe. Y ese es sólo el comienzo.
Lo que un editor expresa de Fanshawe en La habitación... puede aplicársele al mismo Paul y al impacto que provoca La trilogía...: No hay duda de que el hombre sabía escribir. Leí el libro hace más de dos semanas y no me ha abandonado desde entonces. No puedo quitármelo de la cabeza. Me acuerdo de él una y otra vez, y siempre en los momentos más extraños.
Manteniendo su juego de espejos y mezclando aquí y allá rasgos autobiográficos en las experiencias de sus personajes, Auster sacude a los lectores a tal punto que la historia no concluye con el final del volumen; el ejemplar quedó sobre la mesa o en el librero, pero la frontera entre ficción y realidad ya no es muy clara.