E Sta columna se viste de luto para despedir a la amiga queridísima que hace casi trece años tuvo la ocurrencia de congregar a un grupo de mujeres en diversos sentidos cercanas a ella, para que, bajo el rubro común de LAGUNERAS QUE OPINAN, expresáramos nuestras ideas, planteáramos nuestras inquietudes y expusiéramos nuestros puntos de vista respecto a situaciones, eventos y personas, mientras ella permanecía tras bambalinas, estimulando nuestra participación puntual. Nos embarcó en la aventura de publicar y a partir de entonces hemos dado forma escrita a nuestras respectivas opiniones sobre la vida y sus avatares, en el entorno inmediato o en contextos más amplios, actuales o históricos, reales o ficticios, públicos o nacidos de la intimidad y el afecto. El más definitivo de estos avatares, la muerte, tema ocasionalmente abordado en la columna, hoy la llena con su misterio, su imposible comprensión, su contundencia irrevocable: murió Alicia Gómez de Villarreal tras una existencia hermosa, plena y fructífera, dejándonos el vacío de su ausencia y una presencia plena y permanente en el amor, la memoria y la gratitud que nos inspira. Con ella compartimos la alegría de vivir y fuimos receptoras de los mil detalles en que volcó su forma de ser generosa, enriqueciendo con ellos la cotidianidad de quienes tuvimos la fortuna de conocerla, de quererla y de ocupar un sitio en su corazón.
La noticia la recibimos en el otro espacio compartido con Licha -éste por varias décadas-: el de la reunión entrañable que con el pretexto de la literatura nos convoca cada miércoles fortaleciendo afectos, haciendo comunes gozos y desgracias, disfrutando los textos literarios y apretándonos las manos cuando el calor de la amistad es la única medicina posible. Todas padecimos el dolor de nuestra amiga, todas lloramos su partida y todas, desde el momento de su deceso, comenzamos a filtrar los recuerdos para quedarnos con los innumerables momentos alegres, las vivencias -tanto corrientes como extraordinarias- que tanto gustaba de compartir, el amor por su familia, sus correrías por el mundo, las delicias de su cocina, su amabilidad, la elegancia de todos sus momentos, el interés por probar cualquier innovación tecnológica e incorporarla a su día a día, su espíritu de anfitriona inmejorable, su gusto por el arte, la maravilla de su cordialidad.
Licha fue mucho más que una bella mujer de casa y sociedad. Su permanente inquietud y sus valores rebasaron a la persona -de por sí preocupada por aprender y fortalecer cuerpo y espíritu- y cristalizaron en proyectos comunitarios tan bondadosos y disímiles como las cajas de ahorro para mujeres campesinas que coordinó por décadas, su entrega decidida al proyecto "Adopte una obra de arte", la iniciativa de traer a la ciudad la muestra de cine francés (que más tarde se haría una tradición), el impulso y fortalecimiento de la Camerata de Coahuila o el integrar a nuestro modesto quehacer cultural la presencia de personalidades tan relevantes como las de Carlos Fuentes, Román Revueltas, Enrique Krauze y numerosos escritores y artistas que materialmente se le rendían por su don de gentes, con quienes supo estrechar lazos y hacernos partícipes de una camaradería casual. Su entusiasmo descansaba, estoy segura, en la práctica de valores y virtudes esenciales de su credo: la honradez, la solidaridad, la búsqueda de la paz y la justicia, el respeto a sí misma y a los demás.
Al margen del dolor que sobre todo en los últimos tiempos se ensañó con ella, la vida y la muerte de Licha fueron buenas. Las sostuvo con fe y esperanza, porque sabía que sólo creyendo de verdad en alguien lo suficientemente grande como para trascender la naturaleza humana y controlar la marcha del universo, todas nuestras potencias y carencias tienen significado. Entendió que, larga o breve, pobre o rica, la vida es una carrera que lleva a algún sitio, y que si creemos es porque esperamos llegar ahí: la vida eterna, el conocimiento, la verdad, Dios... Y que sin la esperanza de alcanzar aquello por lo que el camino tiene sentido, no habría por qué caminar, ni para qué vivir. Licha tuvo mucho por qué hacerlo. Esperó la felicidad y trabajó para conseguirla, ¬no sólo la de las cosas, los viajes, los amores, sino la verdadera, la que trasciende todas las minucias de que se compone la existencia cotidiana. Por eso, al morir, la vida pudo dejar de ser cadena para transformarse en camino y en punto de llegada.
¿Fue transparente tu muerte, Licha? Yo creo que sí, porque la viviste con los ojos de la razón y de la fe abiertos, y con la esperanza dándoles sentido a tus convicciones. Y completaste el camino practicando el amor sin los obstáculos del egoísmo, la envidia, la desesperación o la inconformidad. No hubo lastres que detuvieran tu andar ni nubes -ni siquiera el amor de tu familia- que te impidieran ver la claridad hacia la que te encaminabas.
Como la dama cuidadosa y atenta que fue siempre, antes de partir dispuso los detalles de su funeral, para no agobiar a nadie con la pena de imaginar lo que ella hubiera preferido. ¿Quién puede ser más cortés y considerado con sus seres queridos? Lichita, amiga: el polvo de tu cuerpo se puso triste y tuviste que partir. Las flores preciosas de tu amistad dejaron de llover sobre nosotros y ahora marchas hacia el Corazón del Padre, libre de todo mal. Que la caridad de tu despedida desbordante de finezas te abra igual las puertas del cielo y sea para los tuyos el bálsamo de paz que necesitan para aceptar el misterio.
Los que te queremos engañaremos al corazón adolorido evocando las cosas hermosas que te hicieron feliz y compartiste con nosotros: la convivencia alegre, el placer de obsequiar, la música, la buena cocina, las aventuras en la presa, el árbol de navidad, tu pasión por el arte, tu viajar incansable, las perlas y las fotografías, la compañía de tus nietos, las flores, el café... Todo irá despejando la tiniebla de pena que hoy nos cubre y recordarte será como encender las luces y verte sonreír.
Gracias por la felicidad que repartiste. Gracias por tu amistad.