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Un funeral en vida

Addenda

GERMÁN FROTO MADARIAGA

Cuando uno tiene un poco más de tiempo, como en vacaciones, puede leer textos que recién le han regalado y a la vez reflexiona sobre cosas sin sentido que acontecen en la vida.

Así me pasó a mí en estas vacaciones decembrinas y de un libro excelente de Mitch Albom: "Martes con mi viejo profesor", tomé una idea que me parece buena.

¿Por qué tenemos que esperar a que la gente muera para decirle lo maravillosa que es y lo importante que ha sido en nuestra vida?

Siempre en los funerales se dicen cosas muy buenas del difunto, pero lamentablemente él ya no puede escuchar esos elogios.

¿De qué sirven entonces tantas alabanzas y exaltaciones a sus virtudes, si el difunto está más frío que una barra de hielo?

Por eso creo que a cierta edad, uno debería celebrar su funeral en vida.

Sí, así como se lee. Reunir a sus familiares y amigos y pedirles que le digan a uno lo que dirían en su funeral.

De esa forma uno puede escuchar todo, lo bueno y lo malo; porque supongo que también habrá cosas malas que nos quieran decir y el hecho de que, muertos, no nos podamos defender, lo hace más fácil. O como reza un viejo refrán español: "A moro muerto, gran lanzada".

Todo eso, lo bueno y lo malo, deberíamos escucharlo en vida. ¿Para qué esperar a que uno muera? Eso ya no tiene sentido.

En el texto que cito, un viejo profesor de universidad, condenado a muerte por un mal incurable, asiste al funeral de uno de sus contemporáneos.

Los compañeros y familiares se deshacen en elogios para el muerto y Morrie (el viejo profesor), afirma: "A John le hubiera gustado mucho escuchar todo esto": y de ahí le nace la idea de efectuar, ante la proximidad de su muerte, su propio funeral, pero en vida.

Claro que también sucede a la inversa, luego se dicen cosas que el difunto no era. Como buen padre, buen marido, hombre generoso.

Recuerdo ahora una divertida anécdota que un día me platicó Armando Fuentes Aguirre, "Catón", y que ahora trataré de reproducir aquí:

"Cuenta que un día falleció un hombre muy conocido en Saltillo, era gobernador Flores Tapia y le pidió a Catón que lo acompañara al funeral.

Ya de camino el gobernador le dice: "Armando, prepárate, porque tú vas a pronunciar el discurso fúnebre".

En ese momento Armando comenzó mentalmente a armar un bonito discurso. Llegaron al panteón y dice él que se subió a una de las tumbas vecinas a aquélla en la que iban a enterrar al difunto y desde ahí comenzó su alocución.

Al terminar don Óscar lo llamó a voz en cuello: "Armando, ven para acá". Y Armando pensó: "Ahorita me va a felicitar, porque el discurso me salió muy bien".

Pero lejos de eso el gobernador, en cuanto lo tuvo enfrente, le espetó: "Nunca en mi vida había oído tantas estupideces juntas. ¿Cómo se te ocurren tantas alabanzas, si el muerto era un cabrón". Fin de la anécdota.

Seguramente don Óscar había olvidado aquello de que: "La virtud es el naufragio del alma. Viva se hunde, pero muerta flota".

Aún con esos riesgos yo creo que todos deberíamos de organizar nuestro funeral en vida, para escuchar de viva voz lo que de nosotros se piensa y tener, quizá, una oportunidad de réplica.

Pero bueno, es sólo una idea, surgida de uno de esos textos que van quedando en la mente y que en un momento dado uno retoma para bien.

Por lo demás: "Hasta que nos volvamos a encontrar que Dios te guarde en la palma de Su mano".

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