Muchos de los que aman el futbol están tristes. River Plate, el conjunto millonario de Argentina, se ha ido a la división inferior. Fue el final de una caída largamente anunciada. Ya en 1982, cuando tuvo problemas parecidos, los federativos pamperos inventaron nuevas reglas.
Querían darle nuevas oportunidades, especialmente a los grandes, como Boca y River, para que se salvaran. Se necesitarían tres pésimos años consecutivos para que se fueran de la máxima categoría. Con alfileres River se salvó, pero ya no pudo soportar más la mala administración.
Le tocó a Daniel Pasarella el momento más crítico, pero la culpa no es sólo de él, sino de quienes le precedieron en la dirigencia, aunado a malas direcciones y pésimas actuaciones en la cancha. Todo se ha conjugado, y el querido equipo de la franja ensangrentada se ha ido de Primera División.
Fue desde su nacimiento, a principios del siglo anterior, un gran equipo, el que contrataba a lo mejor y donde estuvieron Pedernera, Labruna y Enzo Francéscoli. El que despreciera a Alfredo Di Stéfano y lo vendiera porque tenía muchos con talento, al fin reconocería su gran error.
Aquí entrenó en Santa Rita y jugó en el viejo Corona dentro de la Copa Libertadores. Astrada lo dirigía y traía a grandes como Marcelo Salas, José Luis González y Mascherano. Fue un gran gusto tener a un equipo que admirábamos desde niños, cuando recortábamos las imágenes de sus ídolos en El Gráfico.
Con su descenso, River Plate le dice a todos los equipos del mundo, grandes y pequeños, que la supremacía se refrenda a cada instante y que no se puede vivir sólo de las glorias pasadas. Por ello, cuidado señores directivos, dueños actuales de los equipos, el destino no está asegurado nunca.
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