Un oficio intangible
A los compañeros del taller de escritura creativa, con el deseo de haber sido levadura que fermente entre ellos la inquietud de escribir un diario íntimo, cuentos, poemas y ¿por qué no?, novelas.
Desde que el mundo es mundo, los niños que soñaban con ser escritores eran los rarillos. Uno pregunta en una clase ¿entre ustedes hay alguien a quien le guste escribir? Y los alumnos bajarán la cabeza como si se les hubiera preguntado ¿hay entre ustedes alguien a quien le guste masturbarse?
En una sociedad donde patear profesionalmente una pelota o mover la cadera hasta el delirio como Shakira son actividades que gozan de gran prestigio y altísima remuneración, ejercer un oficio tan intangible y poco remunerable como el de escribir resulta socialmente inadecuado. En estos tiempos cautivos de la vulgaridad y la uniformidad (consecuencias lamentables de la tiranía de los medios y la globalización), en un momento tan crítico en que la paz se impone con las armas y no podemos ya confiar siquiera en los alimentos que comemos (hormonas en la carne, en los huevos, en la leche, transgénicos...), el agua que bebemos ni el aire que respiramos. En un país donde sólo se lee un promedio (conste que dije promedio) de dos libros al año, la intención de sentarnos a escribir no es ni lejanamente respetable. Y sin embargo, hoy es más necesario que nunca dejar testimonio de este tiempo caótico y violento que nos ha tocado vivir.
En general, al menos a usted y a mí no nos pasa nada importante; la importancia se la conferimos cuando contamos esas naderías con ingenio, con malicia, entretejiendo con curia las palabras y los silencios. Cuando escribimos para reflexionar, para entendernos, para salvarnos. Las situaciones más sencillas se vuelven milagrosas si somos capaces de dotarlas de luz. Aprehender el mundo, mirar con detenimiento los árboles, los pájaros, las flores: amapola (aunque esté prohibida) malva, artemisa, campánula, muguete, genciana, glicina, ciclamen... ¿No son acaso palabras de Dios?
Un elemento fundamental en la literatura es la gastronomía: Una olla de algo más vaca que carnero / salpicón las más noches / duelos y quebrantos los sábados / lentejas los viernes / algún palomino de añadidura los domingos es el menú que apenas en las primeras páginas del Quijote nos receta Cervantes. La espléndida novela Bajo el volcán de Malcom Lowry sería impensable sin las botellas de whisky que el cónsul ocultaba entre las plantas de su jardín en Cuernavaca. Los autores rusos han sido maestros en eso de diseñar opíparos banquetes de 20 platos sin que uno alcance a imaginar dónde surtían las cocinas de los personajes que habitaban castillos en medio de la nada.
Otro elemento imprescindible en la literatura es la moda: la sofisticada Ana Karenina no podía vestir igual que Emma Bovary, por más que ésta última vendiera su alma al diablo por trapos nuevos para seducir a sus amantes. La arquitectura, la Geografía, el cine, el teatro, la plástica, la música, son materia prima de la literatura. Y ¡ahhh, el amor! Ese tema caudaloso, inagotable (según un amigo, el único recurso renovable). El misterio de la vida y de la muerte, las pasiones humanas ya tan manoseadas (porque desgraciadamente hace varios milenios que no inventamos siquiera un pecado nuevo) pueden todavía cobrar vida si tomamos la pluma y escuchamos al corazón. Dejemos pues que nos asista la palabra escrita; y si nunca alcanzamos fama y fortuna con las letras, al menos habremos vivido en el intento horas intensas, apasionantes, terapéuticas. Esto último lo sé porque yo escribo para exorcizar la soledad, la impotencia; y mi desajuste total con el mundo en que me ha tocado vivir.
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