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Un salto a la eternidad

GILBERTO SERNA

Era un político sin recovecos, que supo darle a su vida un brochazo de humildad y simpatía. Lo vi por última vez sentado en una mesa de reconocido restaurante de la ciudad de Saltillo conviviendo con jóvenes abogados mientras llegaba la hora de asistir a una ceremonia oficial. Una sonrisa enmarcada en un rostro con gesto amigable, me recibió al acercarme. Apretón de manos y mirada cálida y alegre detrás de sus lentes con los que con gran desparpajo miraba el mundo de jóvenes universitarios que le rodeaban como el maestro que fue siempre. Su mirada era franca con un cierto aire de picardía, en el sentido de muchacho travieso. La vida transcurre en un santiamén. Apenas nos asomamos al mundo y sin más preámbulo que dejar la semilla plantada nos retiramos a insondables lares donde erróneamente creemos ha llegado el final. "Círculo es la existencia y mal hacemos cuando al querer medirla le asignamos la cuna y el sepulcro por extremos" (Manuel Acuña: Ante un Cadáver). Ha sido una vida fecunda, debió abandonar este valle de lágrimas satisfecho como lo estarán quienes al borde de la tumba le dieron el postrer adiós. Cuántos rostros mostrando su pena. Cuánta aflicción reflejaban quienes iban en el cortejo, expresando dolor en su silencio, escoltando, con lágrimas en los ojos, el féretro en procesión.

Irán contigo los que bien te quieren. No dejarán que partas solo. Te acompañarán sus alabanzas. Es tarde para fingir, por lo que las lágrimas derramadas por el pueblo, serán sinceras. Hoy la gloria estará de plácemes, se lleva a uno de sus escogidos. Lejos han quedado los días de fasto en que de las tribunas salía el aplauso de multitudes. De allí ¡oh! paradoja dio el salto a la eternidad. Pero no debemos acongojarnos pues su paso por la vida fue más que glamoroso. Digan que reposa en el panteón de los hombres ilustres, aunque éstos ya no existan al convertirse en columbarios. Pero ¿Qué es un hombre ilustre? Me gustaría contestar que es aquél al que la humanidad recuerda como un bienhechor, que le supo sacar a la vida lo mejor de sí mismo. Y me pregunto: ¿por qué los hombres buenos se van? La incógnita carece de respuesta. Lo que sí es que era un ser sin dobleces. Me dicen sabía ser amigo de sus amigos. No le conocí otros antagonistas que los naturales adversarios que se originan cuando el hombre se dedica a la cosa pública. Suele decirse que en política los amigos son de mentiras y los enemigos de verdad.

Aún es temprano para juzgarlo. Si su trabajo fue bueno, regular o malo. Sin embargo cuando las luces del escenario se han apagado, debo decir con absoluta honestidad, que no es tiempo aún de valorar su obra. Los años venideros, con nuevas generaciones, aquietadas las pasiones nos dirán si su trabajo fue fructífero o no. Lo que no puedo adelantar del político sí puedo hacerlo del hombre. No cabe la menor duda de que era un ser humano con buena suerte, lo que corrobora una breve anécdota. Me contaba, cuando hubieron terminado los abrazos en el salón de rector de la U de C., cómo la vida lo había llevado a ese puesto. A fines de los años cuarenta era juez penal, una mañana recibió un telefonazo nada menos que del secretario de Gobernación, quien le pidió atendiera un asunto que se ventilaba en ese juzgado. Una vez que atendió la petición se presentó en las Oficinas ubicadas en el antiguo Palacio de Covián, por las calles de Bucareli con el fin de informar al alto funcionario federal de sus gestiones. Quedó complacido y trabaron una amistad que a poco dio por resultado su nombramiento como Procurador del estado en la administración del General Raúl Madero gobernador de Coahuila en el período de 1957 a 1963.

Eran tiempos de sosiegos. Si Ramón López Velarde no fuera de Jerez, Zacatecas, hubiera nacido en Coahuila. Acá se hubiera inspirado para escribir: Suave Patria, te amo no cual mito, sino por tu verdad de pan (de pulque) bendito; como a niña que asoma por la reja con la blusa corrida hasta la oreja y la falda bajada hasta el huesito. Coahuila era en aquellos entonces la antesala del paraíso. Las familias se reunían alrededor de las personas mayores. Había respeto. Nada perturbaba la tranquilidad de una provincia que se mantenía arraigada a sus buenas costumbres. Sin embargo, todo terminó y los días pacíficos desaparecieron. Llegó la hecatombe y en sus brazos se llevó aquellos años apacibles. Hoy, sólo nos queda recordar a Amado Nervo en su poema En Paz: Muy cerca de mi ocaso, yo te bendigo, vida, porque nunca me diste ni esperanza fallida, ni trabajos injustos, ni pena inmerecida/ porque veo al final de mi rudo camino que yo fui el arquitecto de mi propio destino/ que si extraje la miel o la hiel de las cosas, fue porque en ellas puse hiel o mieles sabrosas; cuando planté rosales, coseché siempre rosas/...cierto, a mis lozanías va a seguir el invierno; ¡mas tú no me dijiste que mayo fuera eterno! Hallé sin duda largas noches de mis penas; mas no me prometiste tú sólo noches buenas; y en cambio tuve algunas santamente serenas.../ Amé, fui amado, el sol acarició mi faz. ¡Vida, nada me debes! ¡Vida, estamos en paz!

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